viernes, 12 de junio de 2009

Tren a Kayseri

Martes 26 de mayo, 2009.
19:47 (25/05)

En los compartimentos de los trenes en Turquía, hombres y mujeres viajan separados. Pero los patos no. Mis acompañantes son dos señoras muy turcas y al menos dos patitos amarillos en una caja de cartón. Vivos.

¿Miedo? ¿Cuál miedo? Aún antes de que parta el tren yo ya estaba convencida que la experiencia iba a ser espectacular. Vale la pena. Todo.

04:35

Amanece. Hace mucho frío y en lugar de estirarme comodamente en el asiento que la señora de los patos acaba de dejar libre, prefiero hacerme bolita y ver cómo amanece de todos los colores mientras el tren nos lleva cada vez más al este. Cada vez más cerca del sol.

00:15 (27/05)

Decir que estoy agotada es quedarse corto, pero quiero disfrutar el momento de mi aquí y ahora... y de la inmensidad de los contrastes.

Hace 24 horas estaba en un vagón de tren, en un compartimento sólo de mujeres, con dos turcas y dos patos, tratando de dormir y con frío.

Ahora estoy sola en un inmenso cuarto de hotel, climatizado, y sintiendo que perderé el conocimiento a penas mi cabeza toque una de las 4 almohadas.

--

Una de las mujeres del compartimento del tren hablaba un poquito de francés y se veía muy interesada en hacerme conversación. Creo que a ambas yo les daba mucha curiosidad. Querían saber si era casada, si estudiaba o trabajaba, qué hacía en esta parte del mundo...

La salida de Estambul fue muy bonita, bordeando la costa del Marmara, con las tres Islas al frente. Hubo luz por un buen rato, lo que permitió ver las afueras de la ciudad. Quedé sorprendida de cómo esa parte de Estambul se veía mucho más "occidental", moderna, rica, que las zonas céntricas y turísticas donde yo había estado... "Europa" o "Asia", acá, en realidad no tienen mayor significado.

Tengo la sensación que a esta ciudad apenas la he tocado con la punta de los dedos.

Ya en las afueras había puertos de carga y la refinería más grande que he visto en mi vida (tampoco es que haya visto muchas), los gigantescos contenedores ocupaban kilómetros y kilómetros a lo largo de la vía.

Cuando oscureció las señoras se acomodaron a lo largo de ambas bancas y yo me quedé con la ventana. Los patos, que parecían dormidos, se tuvieron que contentar con quedarse en su caja, bajo el asiento de su dueña.

Dormí poco, no lograba encontrar una postura cómoda por más de unos cuantos minutos así es que finalmente me rendí y pasé la noche escuchando un audiobook de Harry Potter y haciendo Sudoku, siempre con el temor y la certeza que la energía del iPod no llegaría al final del viaje.

Cuando el tren paró en Yerköy aún no era medio día. Es decir, que aún me quedaban unas 3 horas de camino hasta Kayseri. El problema es que el tren no se volvió a mover por mucho tiempo. Mucho tiempo.


En esta parte de Turquía sólo hay una vía de tren, como en Sicilia. O sea que si dos trenes vienen en direcciones opuestas (esto suena a problema de matemáticas), hay puntos cada cierta distancia para que se crucen. O sea que si algo pasa en esa única vía, digamos, el descarrilamiento de un tren de carga, todo se paraliza.

Eso es lo que pasó.

Cuando la señora que hablaba francés me lo contó, me dieron ganas de ponerme a llorar. En serio. No entendía lo que pasaba a mi alrededor, no nos movíamos, estaba cansada y sucia... y el iPod ya no tenía energía.

Sin embargo, al rato vi unos mochileros occidentalísimos en el andén y bajé mi ventanilla para hablarles. Super amables me invitaron a que me les uniera y un rato después lo hice. Era un grupo de tres australianos y una canadiense, más un polaco que viajaba por su cuenta.

Pasé mucho rato con ellos, a veces conversando, pero sobre todo jugando cartas o juegos medio tontos pero que servían para matar las largas horas. De rato en rato alguien metía la cabeza en el compartimento para hacer algún tipo de comentario en turco.

En algún momento nos repartieron Kebab gratis, terriblemente grasoso, pero que yo agradecí profundamente, y una cosa para tomar que sabía a sourcream. Yo pensé que estaba malogrado, pero aparentemente así es como debía ser. De todos modos preferí no arriesgarme.

Todo esto combinado con salidas a caminar a lo largo del andén y semi-conversaciones con la gente del lugar: el maquinista, çai-man (un caballero sin dientes y bastante sucio que ofrecía té y no dejó de fumar en ningún momento), un guardia y un gordo que quería cobrarnos 300 TL para llevarnos en bus a Kayseri.

Por momentos yo quería hacer algo, movernos, buscar otro bus... los demás eran de la idea de esperar y fue bueno que lo hiciéramos.

Nos movimos algunas veces. Inexplicablemente el tren se desplazaba algunos metros adelante o atrás, como si quisiera mover sus juntas adoloridas de tanta inactividad. Al principio, emocionados, dábamos gritos de alegría cuando esto pasaba, luego nos dimos una buena calmada a punta de desilusión.

Tal vez por eso cuando verdaderamente nos fuimos, casi no nos dimos cuenta.

A las 5 de la tarde re-emprendimos la ruta a Kayseri, donde llegaríamos después de las 9 pm. Casi 26 horas desde la salida de Estambul.



La parte del camino que pude ver antes que oscureciera era muy bonita, pero un poco sobrecogedora. Durante kilómetros y kilómetros sólo se veían campos, sin gente, sin rebaños de animales, sin construcciones de ningún tipo, sin cultivos. No recuerdo haber visto nunca tanto territorio sin presencia humana (excepto por la única vía del tren).

Desde que había pagado la reservación del hotel en Roma hacía más de un mes, había tenido el temor de que algo iba a ir mal. Conseguir un hotel de esas características a precio de pan se sentía demasiado bueno para ser cierto...

Cuando finalmente salí de la estación de tren de Kayseri, me despedí del grupo de mochileros que partía a Kapadokya y me subí a un taksi, mentalmente preparada para vagar por las calles oscuras de una ciudad desconocida en busca de un lugar donde reposar mis huesos, pero al mismo tiempo deseaba fervientemente encontrarme con que no había error alguno, con un maravilloso cuarto esperándome y con la posibilidad de darme una larga (y muy necesaria) ducha.

Primera agradable sorpresa, yo pensaba que el hotel quedaba lejos de la estación y no es así. Hubiera podido incluso ir caminando.

Segunda agradable casi-sorpresa, sí era el lugar correcto. Casi le doy una cachetada instintiva al botones que me quiso "ayudar con mi equipaje" y a quien confundí con un vulgar choro. Acostumbrada a hoteles de media estrella, me había olvidado que existen lugares donde se trata de evitar que los huéspedes se fatiguen.

Llegué al counter, casi arrastrándome, sucia y con cara de haber pasado 26 horas en un tren, y le dije al empleado, balbuceando, "Please, tell me I'm at the right place" mientras le empujaba una copia de mi reserva.

"Yes ma'am, you are."

Fui feliz.

Y más aún al entrar al maravilloso cuarto con su maravillosa vista. Cuando se fue el botones me dejé caer en la cama y empecé a reir sola. Tenía hambre así es que antes que el cansancio me tumbe, salí a buscar algún sitio abierto. A esa hora, en Roma, hubiera sido una tarea imposible. Esta gente maravillosa, sin embargo, no se hace ningún problema con alimentarte en cualquier momento. Y casi gratis. Dürum por 1.50 TL y una lata de Fanta, exactamente lo que necesitaba.

Comida, ducha, Internet, cama... finalmente había llegado a algún lugar.

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