Por simple matemática, imagino que siempre existe la posibilidad que alguien que viaja con cierta frecuencia, en alguna oportunidad, pierda las maletas, pierda el vuelo, se atrase el vuelo que se supone que tiene que tomar o - la única cosa buena - salga "premiado" con un overbooking que lo mande en primera clase o lo haga permanecer un día más en la ciudad de origen, previas compensaciones (digamos 600 euros, por ejemplo).
Sentada en el aeropuerto de Santiago, después de muchas más horas de las que me tocaría haber estado acá, cruzo los dedos para que no me suceda la primera posibilidad (la de las maletas) que le sucedió a alguien muy cercano la semana pasada; me lamento porque me haya ocurrido la segunda; me vienen instintos homicidas que hacen que las masacres de los periódicos parezcan un chiste porque la tercera me ha pasado dos veces en menos de 24 horas; y me vienen ganas de llorar porque, por un pelito, no me tocó la cuarta.
Hago masoquistas listas mentales de todos los momentos en los que las cosas no han ido bien desde ayer en la mañana, hora europea (que son muchos), juramentos que no creo que llegue a cumplir (nunca, nunca más viajaré con Iberia) y planes para colarme en cualquier avión que me lleve a Lima (fallidos, por supuesto).
Finalmente resulto en esta situación, en la que tengo que esperar pacientemente y lanzar una oración a los apus chilenos que veo desde la ventana de la sala de espera, para que esta vez sí llegue a embarcar y finalmente llegue a mi húmedo y frío terruño hoy. Ya pero ya.
Y agradecer a los mismo apus estos que permitan que haya internet al alcance de mi computadora.
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