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jueves, 1 de enero de 2015

Tres experiencias a seis manos

Vivimos entre objetos, nos movemos por espacios construidos, el mundo se manifiesta a través de ellos y erigimos nuestra realidad por una suerte de recomposición de fragmentos de la información percibida e interpretada. La arquitectura no es pues solo cobijo para nuestro cuerpo, es muchas veces tamiz a través del cual el orden que rige el universo se hace presente. Orden que es percibido, luego relacionado y finalmente transformado en significados individuales y colectivos. Siempre fue así y así estuvo bien.

Habituados hoy en día a  permanecer cada vez más en espacios virtuales, satisfechos con imágenes fáciles, presurosos en distinguir nuestras preferencias con un “like it”, reconocemos cada vez menos la función reveladora de la arquitectura, o en todo caso seleccionamos la información más superficial y útil en la medida que nos permita permanecer en espacios supuestamente confortables, haciendo todo ello caldo de cultivo para que germine una arquitectura mediática que esconde tras epidérmicos alardes formales la monotonía de la producción estandarizada y la falta de atención a lo que el contexto le demanda. 

Tres arquitectos que comparten estas preocupaciones se reúnen en un café arequipeño y acuerdan hacer un post a seis manos (utilizando el teclado del ordenador, claro está) Cada uno con blog propio se reconocen también  habitués de espacios virtuales, sin embargo se animan a echar un cable a tierra y anclar en experiencias vividas en que la arquitectura trascendió lo cotidiano y que de alguna u otra manera influyó en su manera de percibir el mundo o tal vez de reconocerse a sí mismos. Saben del peligro de su empresa, pues es probable que en el intento de descodificación parte de la magia que habita en su memoria sea alterada al reconocer la lógica del mecanismo, pero asumen el riesgo. Tienen la esperanza que a través de estas experiencias animen a más gente a contar las suyas y así colaborar, aunque sea en algo a poner la arquitectura en el lugar que le corresponde.

                 Cristina Dreifuss                                                        Gonzalo Ríos                          Carlos Zeballos






Experiencia 1.0
Casa Hundertwasser: La intensidad del primer amor.
Enero 1998
Cristina Dreifuss, Lo Huachafo en la Arquitectura Limena

Los arquitectos, con mucha frecuencia, dividimos nuestra vida en antes y después de nuestro paso por la facultad. Imagino que lo mismo debe pasar con otras profesiones; la formación profesional no sólo nos da habilidades y conocimientos, sino que nos enseña a ver con otros ojos. Es por eso que hablar de una experiencia trascendente de la arquitectura en términos pre-arquitectónicos se vuelve un reto.

Conocí la “casa Hundertwasser” un año antes de entrar a la facultad, en ese período en el que uno anda madurando y preguntándose una serie de cosas, trascendentales en sí mismas. En medio de un recorrido turístico lleno de dorados y barroco vienés, terminamos en esa  esquina de Kegelgasse donde parecería que alguien dejó libre acción a un lunático.



El edificio, un multifamiliar, es un manifiesto. No hay una sola línea recta (“la línea recta conduce a la perdición”, diría su autor, el pintor F. Hundertwasser). Cada unidad de habitación es de un color distinto, con lo que la imagen final es la de una especie de colcha de parches, salpicada de ventanas desordenadas. El primer piso se apoya en columnas distintas, algunas chuecas, forradas con materiales de reciclaje, cuyo brillo contrastaba con el cielo.
La rápida visita exterior – porque nunca llegué a entrar a una de estas viviendas – me enseñó sobre la libertad de expresión, sobre la economía de recursos, sobre la creatividad y el uso libre de colores y formas, sobre el cuestionamiento de estereotipos establecidos, y sobre todo, que la arquitectura es una profesión al servicio de las personas y que su objetivo es la felicidad. Fue ahí que decidí que eso es lo que quería hacer.




Años después, luego de sustentar mi tesis de grado, volví al sitio. En el fondo, quería comprobar si efectivamente la magia seguía ahí. El edificio fue tan impresionante como la primera vez y, de algún modo, era como si algún tío mayor y buena gente me guiñara el ojo y me asegurara que no me estaba equivocando. 







Experiencia 2.0
Habitando un relicario:
La Sainte Chapelle de Paris,  Febrero de 2014, 
Gonzalo Ríos, Trampantojo

Resultaba poco menos que iluso aspirar a tener una experiencia de mediana trascendencia en un ambiente en donde todo confluía para no conseguirla.  La preciosa capilla gótica en donde Luis IX de Francia, el santo,  pasó gran parte de su vida contemplando las reliquias que adquirió de la pasión de Cristo, era poco menos que profanada por una horda de turistas en busca del espectáculo banal que probablemente el día anterior lo vivieron  en Euro Disney y estaban ansiosos de replicarlo. Los guías atentos y acomedidos con su público se transformaban en bufones solazándose  en la anécdota histriónica para conseguir la risa fácil que seguramente se vería recompensada con un reconocimiento monetario final.

Vistas exteriores de la Sainte Chapelle. La masividad del nivel de acceso contrasta la ligereza del nivel superior en donde prima la transparencia de los vitrales 
Fotos: Eric Rougier

Nada de góticos radiantes, nada de explicar cómo es que se logró desmaterializar los muros opacos casi en su totalidad, reduciéndolos a estilizados haces de baquetones que se separaban hasta convertirse en la frágil estructura de una bóveda azul que parece levitar sobre vitrales pareados. No eso no era importante. Tampoco lo era la historia del pobre Luis IX, tan criticado por gastarse media fortuna en comprar a Bolduino II de Constantinopla  la corona de espinas, un pedazo de la cruz, el hierro de la lanza y la esponja del martirio de Cristo y la otra media en la construcción de esa capilla cuyo destino era convertirse en un enorme relicario en donde el monarca pasaría en estado de contemplación días enteros descuidando seguramente las funciones propias de su cargo. No, de eso nada. El espacio era de una belleza suprema y estaba agradecido, sin embargo el entorno hostil era superior a mis ganas de intentar una reflexión más profunda sobre la estética o la historia.

Vistas Interiores del actual nivel de acceso, en donde se anclan las estructuras que hacen posible la levedad del nivel superior.

Fotos: Eric Rougier


Dispuesto ya a abandonar la capilla el nublado clima invernal parisino disipó por unos instantes sus nubes y dio paso a un rayo de luz que penetro al ambiente atravesando los coloridos vitrales, convirtiendo esta inicial luz blanca en una emulsión de rojos y azules que inundándolo todo propiciaron una atmósfera en donde cualquier hecho físico, inanimado o vivo, pareció inmaterial y perteneciente a una misma substancia. Por unos breves segundos todo pareció detenerse, paralizarse; el silencio del entorno hostil superficialmente conmovido, al menos por el breve instante que duró el fenómeno, intensificó la impresión de cohesión.

Vistas Interiores del nivel superior, máximo exponente del gótico radiante francés con la desmaterialización casi total de los muros en favor de los vitrales.
Fotos: Eric Rougier


Este espacio místico, banalizado por el uso,  lo había vuelto a lograr. Pese a lo efímero del fenómeno, o tal vez por ello, se me revelaron estructuras normalmente no visibles del mundo, poniéndome en sintonía con el orden profundo de las cosas a la que todos estamos sujetos, y también en sincronía con mis eventuales acompañantes y hasta con el mismo Luis IX, él desde el siglo XIII y yo desde el XXI  entendiendo y dando significado a un fenómeno revelador propiciado por la arquitectura.


Una panorámica a 360° del espacio en mención puede verse en el siguiente enlace: 
http://www.fromparis.com/panoramas_quicktime_vr/sainte_chapelle_01/



Experiencia 3.0
Hipérbole simbólica:
Asamblea legislativa de Chandigarh, India,  Mayo de 2007, 
Carlos Zeballos, Mi Moleskine Arquitectónico


Monumental. Así me pareció la escala del Capitolio de Chandigarh. Aquel lugar transmitía una sensación de poder magno, casi megalómano. Estaba hecho para impresionar, aunque parecía no haberse preocupado en dar cabida al ser humano. En aquella calurosa mañana de primavera india, hubiera sido muy acogedor sentarse bajo un árbol pero aquella banalidad hubiera interferido con la colosal perspectiva del espacio, algo con lo que el arquitecto suizo no estaba dispuesto a transigir.


Salvo indicación, todas las fotografías pertenecen a Carlos Zeballos Velarde


Aún así, me sentía agradecido por estar parado por primera vez frente a una obra del gran maestro Le Corbusier y de poder disfrutarla enmarcada por los Himalayas que se perfilan como telón de fondo hacia el este. Antes sólo había visto reproducciones en blanco y negro así que era una experiencia estar parado ahí apreciando la monumentalidad del Capitolio, la solidez de sus volúmenes, la aspereza y plasticidad del concreto armado y respirar la pasión por el diseño que el maestro suizo supo traducir en esta obra, desde su trazo urbano hasta la concepción de sus murales y alfombras.

Había llegado allí con un pariente de un amigo al que conocí por internet , y que luego de mostrarme de lejos el complejo, se dispuso a regresar al centro de la ciudad. Cuando le insistí en aproximarnos, me dijo nerviosamente que era complicado, y que había que pedir un permiso especial que duraba un día conseguirlo. Pude entender su turbación, ya que Chandigarh se encuentra cerca de la frontera con Pakistán, en una zona muy tensa y donde no se escatiman las medidas de seguridad.




Pero no iba a rendirme así no más. Fui a obtener el permiso a un par de oficinas y la reticencia inicial de los oficiales se convirtió poco a poco en eficaz colaboración. “Soy un arquitecto, vengo de Perú, un país pacífico” le dije, convincente (aunque hubiera sido más exacto decir “un país en el Pacífico”). “Sí, lo sabemos”, replicaron con severidad, y en ese momento comprendí que ellos no tenían la más mínima idea de dónde quedaba Perú. Sin embargo, halagados ante la presencia de un visitante tan exótico, no dudaron en otorgarme el permiso además de muchos souvenirs e información sobre la ciudad.

Al día siguiente me encontraba de nuevo en el Capitolio, con sus tres simbólicas construcciones: la secretaría, el Palacio de la Asamblea Legislativa y la Corte Superior de Justicia. De todos los elementos del conjunto, fue el Palais de l’Asambleé el edificio que más llamó mi atención, por su matemática grilla de brise-soleil, imprescindible en aquel tórrido clima y su fotogénica fachada sur reflejándose en un espejo de agua.




La grilla aligeraba la fachada de esa caja rectangular, sobre el cual asomaba principalmente el gran volumen de una cáscara hiperbólica truncada, una figura escultórica cuya inspiración proviene de chimeneas industriales.
Habría de recorrerlo custodiado por un soldado armado con un fusil automático y la seguridad era particularmente estricta.
Ingresamos al edificio, adornado con murales diseñados por el propio Le Corbusier, que no había descuidado detalles en el momento de su gran obra.


Al interior, la luz se filtraba indirectamente por los brise-soleil y daba un efecto de profundidad a aquella sala hipóstila, reminiscente de los templos clásicos que el maestro había admirado en su viaje de descubrimiento por Grecia.

En medio de aquella trama de columnas emergía, como un volcán impetuoso, el volumen de la asamblea.

Izquierda y centro, Fotos cortesía de Fondation Le Corbusier. Derecha, foto Carlos Zeballos

Entonces, nos acercamos a la cámara legislativa, que por suerte se hallaba en receso y podía ser visitada. Ni los libros sobre el maestro suizo ni los tratados sobre arquitectura moderna, nada podría haberme preparado para aquella impresión. El espacio, moldeado en aquella cáscara de apenas 15 cm de espesor, se alzaba monumental sobre los asientos tapizados de los legisladores. La sección truncada con la que culminaba la hipérbole acentuaba su direccionalidad y su geometría favorecía la acústica. La estatura del espacio obedecía también a fines climáticos, ya que permite la circulación de aire por conducción.

Pero aquél no parecía un espacio cívico, sino uno sacro. La luz filtrándose indirectamente producía un efecto espiritual que volvería a encontrar algunos años después en la capilla hechapor Le Corbusier en Ronchamp. Sin embargo, a diferencia de las paredes blancas de aquella, la epidermis de concreto de la sala se hallaba cubierta por coloridas láminas de aluminio, que como una infección reptaban produciendo manchas de color.

Fotos cortesía de The Tribune

Era un momento sublime, que no parecía ser compartido por el cancerbero que me acompañaba, quien insistía en que las fotografías estaban estrictamente prohibidas. Traté de impregnar en mi memoria cada detalle de aquel momento sabiendo que probablemente esta experiencia no se repetiría. Traté de respirar al máximo ese espacio bello, magno, dramático. Pero en aquel momento, un gesto poco amigable del soldado me indicó que la visita había acabado.



lunes, 26 de mayo de 2014

Old school (o unas cuantas diferencias entre estudiar arquitectura hace 15 años y ahora)

En marzo se cumplieron 15 años desde que ingresé a estudiar arquitectura. Aunque algunos de mis contemporáneos lo quieran negar, hace 10 años que nos graduamos. Eso es toda una generación. Muchas cosas han cambiado, pero no ha sido sino hasta que me topé con este post que me di cuenta de hasta qué punto. Fue escrito cuando yo estaba estudiando, y hay dos cosas que me llamaron mucho la atención, porque casi las había olvidado: discos y rollo de fotos. 

Así es que, aunque me duela, he aquí 15 cosas que han cambiado durante estos 15 años.

1. USB. Una de las primeras veces que volví a la universidad luego de graduarme, le pedí a un profesor una cierta información y él, sin inmutarse, me dijo "dame tu USB y te grabo el archivo". ¿Mi qué? Poco tiempo después, cuando dicté mi primera clase teórica, me sorprendió que cuando terminó se formara una pequeña fila de alumnos al lado de la computadora. "¿Podemos grabar el PPT (ver punto 2) de la clase?" preguntó una alumna, mostrándome su USB. "Sí, claro" (¡Qué simple!). Si nosotros queríamos transportar información, usábamos diskettes de 3 1/2", con una capacidad de almacenamiento de 1.4 MB (ver punto 4). Y, por supuesto, no había manera de "grabar" una clase, a menos que uno quisiera filmarla.


2. PPT. El Power Point sí existía, pero muy pocos profesores lo usaban. Recuerdo algunas presentaciones muy básicas en alguna clase de matemáticas, pero eran la excepción. La gran mayoría de clases se dictaban en pizarra (¡que era de tiza y no de plumón!). ¿Cómo se trabajaba el tema de las imágenes? Con diapositivas, una especie en peligro de extinción. Los profesores tenían archivos con diapositivas de sus temas, y carretes en donde las ordenaban según la clase que se iba a dictar. ¿La máxima tragedia para un profesor? Que se cayera el carrete y se desordenaran las imágenes.


3. Proyectores y écran. No había. En su lugar, todos los salones tenían dos televisores de 20" (aprox.). Sólo el 30% de los asientos de los salones tenían una visibilidad decente hacia esos televisores. Finalmente resultaba que los PPT terminaban siendo una tortura, más que una ayuda.

4. Quemadoras de CD (y no hablemos de DVD y blu-ray). Uno de los grandes momentos evolutivos durante la carrera fue cuando el papá de un amigo viajó a no sé dónde y trajo una quemadora de CD. De pronto, el límite de 1.4 MB se había convertido en 700 MB. ¿Cómo hacíamos antes para transportar información? En primer lugar, la resolución de las imágenes era mucho menor de lo que es ahora, por lo que pesaban menos. Nada de imágenes de 3MB. En ese entonces, a las justas pesaban 200 kB. Además, existía el .zip, que era un sistema que no sólo comprimía los archivos, sino que permitía fraccionarlos en una serie de diskettes (ver punto 1). De ese modo, un archivo o presentación podía entrar "cómodamente" en 8, 12 o 15 diskettes. ¿El problema? Que 9 de cada 10 veces, uno de los malditos diskettes no abría, y toda la operación se arruinaba.

5. Internet con tarifa plana. Para cuando ingresé a la universidad, Internet llevaba algunos años funcionando. No todos tenían y los que sí, sufríamos con el hecho de que se cobraba por minuto, al costo de una llamada local. O, para ser más justa, nuestros padres sufrían con eso. Cualquier consulta o trabajo debía hacerse rápido, sin contar con que había que "separar turno" con los demás miembros de la familia para el uso de la única computadora de la casa (ver punto 9). Ni pensar en usar Internet para comunicarse más efectivamente. Para eso existían los teléfonos... fijos.

6. Correo electrónico con más de 250 MB de almacenamiento. La gran mayoría de nosotros tenía un hotmail, con poquísimo espacio, pero no era importante porque, de todos modos, el tamaño máximo de un attachment era para reírse. A nadie se le hubiera ocurrido mandar un trabajo por mail porque, simplemente, no entraba. (Cuando salió el Gmail, hacia el final de la carrera, todos queríamos que alguien nos invite).

7. Dropbox. Estos sistemas hasta el día de hoy me causan una cierta fascinación. ¿Puedo colgar un archivo de 300 MB? ¿Gratis?

8. Cámaras de fotos digitales. Un levantamiento estaba entre los trabajos más caros que podían mandarnos a hacer, básicamente porque implicaba tomar un montón de fotos... y revelarlas. Las cámaras de fotos usaban rollos de 12, 24 y 36 fotos; esto hacía que uno no sólo tuviera que acordarse de llevar pilas para la cámara, sino también suficientes rollos (2 o 3 de repuesto). Además, había que pensar muy bien antes de tomar una foto y a nadie se le hubiera ocurrido tomar varias para quedarnos con la que mejor salga. Una foto tenía que salir bien a la primera.

9. Laptop. Sí existían las laptops, por supuesto, pero ningún estudiante de arquitectura tenía una. Eran carísimas. Como gran cosa, hacia la mitad de la carrera, algunos pudimos ensamblarnos una computadora de segunda (tercera o cuarta mano), que tuviera suficiente RAM como para que renderizar un 3D no demore dos semanas sino sólo 48 horas. De ese modo, no había que compartir la computadora del resto de la familia (ver punto 5). Durante las horas de taller la gente tenía que trabajar a mano... o dedicarse a otras cosas. Más de una vez que tuvimos que hacer un trabajo en grupo, desarmé la computadora (CPU, pantalla, periféricos, cables), para poder llevarla a la casa donde lo estábamos haciendo.

10. Sketchup, Revit o cualquier programa que haga los cortes automáticamente. No existían. Punto. Existía el mito del Archicad, que pocos sabían usar y nadie podía plottear. Contrario a la creencia popular, sí existía el AutoCad, desde hacía bastante tiempo, y el 3D Studio Max. 

11. Plumones Chartpak o similares. No es que no existieran... es que nadie lo vendía en el Perú. Si alguien se los traía de algún otro lado, los cuidaba tanto que, generalmente, se terminaban secando por falta de uso.

12. Youtube, Facebook, Twitter. #NoSeHabíaInventado. Quiere decir que teníamos menos opciones de perder el tiempo en Internet, independientemente de la tarifa (ver punto 5), pero también mucho menos opciones de socializar y de enterarnos de las cosas. Hoy veo en mi Facebook anuncios de eventos, marchas, exposiciones, artículos. No hay excusa para no saber qué está pasando - quién ganó el último Pritzker, por ejemplo - en tiempo real. No sé si cuando yo estudiaba las cosas no sucedían o es que no nos enterábamos. Creo que un poco de ambas. Teníamos Messenger, que, cuando Internet tuvo tarifa plana, se volvió una herramienta buenísima para perder el tiempo. 

13. MP3. Ok, estos sí que existían (junto con dos maravillosos inventos: Napster y Audiogalaxy, que en paz descansen) pero aparecieron después de la primera mitad de la carrera. A un viaje que hicimos exactamente entre quinto y sexto ciclo, llevé un walk man con cassettes grabados en casa. Ya existían los disc man, pero eran malísimos. Durante las amanecidas generalmente escuchábamos radio. A las 6 am. empezaba "Caídos del catre" y esa era la señal inequívoca que se había acabado el tiempo y ya era hora de entregar.

14. Smartphones. Muchos de nosotros ni siquiera teníamos celular. El modelo por excelencia era el clásico Nokia (ese que no se rompe por nada del mundo), sin conexión a Internet, ni apps... ni siquiera pantalla a color. Era un teléfono que servía para llamar y hacer llamadas. Algunos años después, aparecieron los SMS. Para promocionarlos, la compañía telefónica los puso gratuitos por un mes, y creo que eso se parecía bastante a lo que hoy es el whatsapp. Luego, por supuesto, se empezó a cobrar. Para entretenernos, nuestra generación tenía al gusanito.

15. Pre-sustentación. Para cerrar, una gran diferencia no tecnológica. Cuando nosotros nos graduamos, sólo había una sustentación de tesis. El lado bueno es que los nervios se reducían a la mitad. El enrome problema es que a esa sustentación podía entrar quien quisiera (incluyendo a tus papás y a tu enamorado/a), o sea que si el jurado te hacía papilla y decidía que no te graduabas, lo hacía delante de todo el vecindario. La pre-sustentación ha dado una cierta privacidad a las vergüenzas académicas... y un poco más de tiempo para resolver la tesis.

jueves, 14 de junio de 2012

The life of an architecture student

A narrative slideshow that depicts a day in the life of a Berkeley architecture student (played by Chris Torres). Photography and editing by Peter Hess. Music by Nine Inch Nails.

http://vimeo.com/2877163


Post cortesía de M. Plaza.

jueves, 12 de enero de 2012

"Se hace camino al andar"

En esas extrañas coincidencias que a veces se presentan, estos últimos días he estado reflexionando sobre el viaje. Mejor dicho, el Viaje, en abstracto o, más precisamente, sobre el acto de viajar. 

El lugar es sólo un pretexto para la existencia del camino.

En esto creo completamente. La reflexión al respecto, aún si no es nueva, fue vuelta a sacar a la superficie durante un almuerzo familiar. Una persona preguntaba cuál es la mejor manera de conocer Europa para quien nunca ha estado y se dieron dos opiniones opuestas. Por un lado, los que opinaban que lo mejor era tomar un tour completamente armado y organizado de modo tal de no "perder tiempo" para llegar a los puntos importantes. "No pierdes tiempo", argumentaba yo, "lo inviertes en conocer la ciudad, la gente, los sistemas..."

Creo que lo genial de Eminönü no se percibiría si sólo nos colocaran ahí en un bus en el que, seamos honestos, probablemente nos dormiríamos. La Torre Eiffel puede ser espectacular, pero lo es más aún cuando se llega caminando por las calles rectas de Paris que organizan sus remates en función de ésta. La via della Conciliazione puede haber sido una arbitrariedad más, pero qué manera tan imponente de acercarse a una de las plazas más apabullantes del mundo... y finalmente, la mejor cama es aquella a la que se llega luego de haber caminado muchísimo. 

Esto nos lleva al ejemplo concreto: grupo de estudiantes de mitad de carrera de arquitectura, rumbo a Antioquia, Huarochirí (Lima). En el bus, al inicio, todos muy animados miraban por la ventana, preguntaban y comentaban lo que veían. Cuando el camino se empezó a poner algo monótono, todos nos sumergimos en una especie de modorra interrumpida de cuando en cuando por los click de las cámaras de fotos. Yo misma creo que me había dormido cuando el bus se detuvo. Miré por la ventana y no reconocí nada que indicara que habíamos llegado al destino.

"Bloqueo de carretera," dijo el chofer, y bajó a averiguar hasta qué punto era grave. 

Lo era. Las opciones eran quedarnos a esperar que se abriera el tramo, unas tres horas en el mejor de los escenarios, o caminar los cerca de 12 kilómetros que nos separaban de nuestro destino. Éste grupo parece ser inusualmente inquieto, así es que decidimos caminar. 

Resumiendo, las experiencias de cruzar el bloqueo y llegar al pueblo incluyen una semi-bañada en el río, el pase por un camino de cascajo entre enorme maquinaria de carretera, la escalada de un cerro para evitar más maquinaria y el habernos subido las 12 personas que éramos en una sola station wagon con el fin de llegar a nuestro destino al mismo tiempo.

El regreso añadió a la experiencia increíbles nubes de polvo y la sensación de estar viendo tierra, comiendo tierra y respirando tierra. 

Y luego piden a los arquitectos que conozcan la zona en la que intervendrán y que se familiaricen con sus características... Estoy convencida que desde el bus nunca hubiéramos sabido que refrescante puede ser el agua del río y qué importante es, no sólo como fuente de abastecimiento, o configuradora del espacio y de la geografía, sino como punto de referencia y compañera de viaje. La vegetación ha quedado dividida mentalmente entre la que da sombra y la que no; el suelo entre el que tiene polvo y el que no. El viento es mucho más fuerte de lo que esperábamos, pero viene básicamente de una misma dirección; el calor es fuerte, pero el viento lo contrarresta bien; el sol es terrible(mente bueno y malo).

No nos perdimos... nos encontramos frente a un bloqueo imprevisto. Y seguimos viajando. Algunos miembros del grupo no han conocido el terreno que hemos terminado eligiendo, pero todos hemos conocido los caminos y las formas: el entorno. Quiero creer que el proyectar, con esta información, puede ser una experiencia un poco más rica. 

domingo, 1 de enero de 2012

Metro Colosseo

Metro Colosseo (www.romaincamper.it)
Una de las experiencias más espectaculares en Roma es ir al Coliseo romano o Colosseo utilizando el metro. Hay un paradero de la línea B justo al frente. 

Mi primera experiencia con esta particular manera de aproximarse a un monumento de la Antigüedad fue cuando aún estaba en la facultad y era parte de un un grupo de estudio. Ese día yo me había separado del grupo temprano en la mañana, porque había tenido que hacer un trámite en otra parte de la ciudad. Calculando la hora y el itinerario previsto para ese día, cuando terminé mi trámite fui a darle el alcance al Colosseo. No sabía bien como llegar, acabábamos de llegar a Roma la noche anterior y yo aún no me orientaba, pero vi en un plano del metro que existía ese paradero y asumí que estaría al menos cerca al monumento. 

Literalmente me quedé sin habla cuando salí desde la oscuridad del túnel a la brillante luz de agosto en Roma. Creo que por muchas descripciones que se hagan, no hay nada como vivir esa sensación en persona. Basta decir que el Colosseo parecía volcarse sobre mí, imponente y eterno, y durante más de un minuto me quedé ahí parada, el grupo y las explicaciones del instructor temporalmente olvidados, sólo disfrutando la impresionante experiencia de percibir ese edificio de esa manera. 

Años después, yo misma viviendo en Roma, cuando he tenido visitas de amigos siempre he intentado que su primera impresión del Colosseo sea de ese modo. He llegado incluso a hacer el absurdo de tomar el metro en Circo Massimo (que es la parada inmediata anterior, a una distancia perfectamente caminable), con el fin de buscar esta experiencia. El efecto siempre ha sido el mismo. 

Cuando me sentía un poco sola y me iba a pasear al centro, siempre me sentaba en los escalones de la salida de ese metro, a ver las expresiones de la gente que se topa con el Colosseo de este modo.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Ir y venir

No me acuerdo - y me da un poco de pereza ver - cuándo fue la última vez que publiqué un post personal. No arquitectónico, simplemente personal.

Se han juntado dos cosas: estoy cerrando una cuenta de correo electrónico y antes de hacerlo he querido "salvar" cosas que puedan ser importantes; y últimamente he estado recordando anécdotas del otro lado del charco con un par de amigos.

Van a ser tres meses desde la última vez que estuve por esos lares y ese solía ser el tiempo que espaciaba mis visitas a Roma. Esta vez ya no... sin patrocinadores y con otro tipo de ritmos de vida, no queda claro cuándo será la próxima vez que vuelva. Y ahora es cuando hago un enorme esfuerzo para que eso no suene muy melodramático, aún si es cierto.

A esas dos cosas que acabo de mencionar, se suma una nostalgia imprecisa, que se manifiesta en los momentos más raros. Hace un par de días, por ejemplo, cuando caminaba por el pasillo de una universidad, me llegó un sutil aroma a cigarro mezclado con otro olor que no pude precisar... y el resultado debe haberse parecido mucho a algo que solía sentir en Roma, porque de pronto ya no estaba en el pasillo, sino caminando Via Antonio Toscani en dirección a Sargenti y la parada del 8.

¿Qué fue eso?

Pues sí, está pasando exactamente lo que siempre temí que pasara. Un pedazo de mí quedó en Roma, y el resto tiene muchísimas ganas de volver a encontrarlo. 

Me queda claro que no quiero volver a la experiencia, pero sí a ciertas sensaciones, ciertos buenos momentos... 

He encontrado el primer mail que me envió Rosalba, y el primer mail de Stefano... ambos, mails inmobiliarios. He tratado de encontrar en las palabras algo que indicara lo que finalmente pasó en cada uno de esos lugares y no encontré nada. El que te describan a tu futura casera como una chica de 28 años, y al depa como "nuevo y cerca del metro" no garantiza nada. Es como un escenario de teatro minimalista, de esos que sólo tienen una silla y una mesita, en donde se podría representar desde Shakespeare hasta una impro de clowns. El que me escribieran de dos niños de 7 y 6 años y de tres baños en un departamento grande tampoco pudo indicar ni una breve pista de lo que sucedería en ese espacio.

No sé si había olvidado - o nunca había notado - que el mail de Stefano llegó el 30 de setiembre del 2007. Es decir, el día que me fui de Lima. No recordaba los detalles de la cena peruviana en casa de Valeria, ni que Lorena y Carolina habían sido las primeras en irse a Barcelona. Casi había olvidado la tesis de la universidad española y el frenesí de mails que la acompañó. Recordaba muy vagamente las instrucciones que Rosalba me diera para llegar la primera vez... y el hecho de que, en lugar de seguirlas, tomara el 44. Recién hoy he entendido un chiste sobre los romanos que me mandara Valeria hace más de tres años. 

¿Qué queda de todo esto, además de un papel que dice que soy doctora en arquitectura?

Una carga tan enorme de experiencias, recuerdos y afectos que, aún hoy, más de un año después de haberme ido, me cuesta trabajo procesar. Una enorme nostalgia y una alegría más grande aún por el hecho de estar de vuelta. 

Y, por supuesto, ganas de regresar a Roma... de visita.

sábado, 30 de octubre de 2010

El Señor de los Milagros

Son las 6:30 am y Lima, la gris, hace honor a su fama. Del cielo panza de burro cae una garúa constante que casi no se siente, hasta que uno se coge la ropa y se da cuenta que está humeda. A esa hora, cuando lo sensato sería estar arropado en la tibieza de la cama, salimos de expedición en busca del Señor d
e los Milagros. Buscarlo es un decir, porque no es que se esconda precisamente.
Llegamos a las Nazarenas cerca de las 7; es un lugar de contrastes. Amplias zonas casi sin gente, producto de los desvíos del tránsito, rodean el centro: la esquina de Huaylas con Tacna, donde se ha colocado un estrado-altar. En fuerte contraste con lo surreal de ver esa avenida tan vacía, una multit
ud de fieles decide ignorar la garúa para escuchar al Cardenal y a otros ilustres dar la Misa, acercarse lo más posible por una bendición y luchar unos contra otros por recibir la Comunión. Como invitado de honor, el anda con la imagen del Señor de los Milagros.
El morado está en todas partes, distinguiéndose de todo lo demás, en los pequeños grupos de cófrades de las hermandades, en los hábitos de las devotas, en los detentes que silenciosos ambulantes tratan de vender durante la homilía, en las cajas de los turrones, en las tiras de papel que cuelgan de postes y fachadas.

Morado y gris.

La Misa termina y la procesión comienza. Mientras el estrado es desmontado a toda velocidad, porque la ciudad de
be retomar su ritmo habitual por la avenida Tacna, se organiza el cordón en torno al anda y la procesión se pone en marcha, con un batallón de policías a la cabeza.

Decidimos rodearla, adelantarnos a las masas y observar el fenómeno desde una distancia prudencial. Y es que estar en el medio de la procesión, en realidad, no permite ver nada (o dicho de otro modo, los árboles nos impiden ver el bosque). Dentro de la procesión lo único que se puede hacer es balancearse al ritmo de la misma; no caminar, no correr, no quedarse quieto... balancearse, y dejarse llevar por la masa.

A nosotros, que más que devotos somos investigadores, no nos interesa balancearnos. Es así que llegamos a la Av. La Colmena, a unos 500 metros por delante del anda, y nos detenemos a ver las prep
araciones. A la entrada de iglesias, universidades y locales varios, se han instalado estrados, alfombras de flores y aún más banderillas de papel y globos morados. La gente se afana preparándole el camino al Señor de los Milagros: algunas personas buscan asiento o refugio, los comerciantes aprovechan a hacer sus últimas ventas antes de cerrar temporalmente sus negocios, un animador con un micrófono rememora un popurrí de fechas históricas con efemérides del santoral y auto-homenajes a su casa de estudios, todo esto con música criolla de fondo.

La procesión del Señor de los Milagros no es sólo una fiesta religiosa: es mucho más que eso. Es la afirmación de una identidad que puede parecer efímera como la garúa, concentrada alrededor de un mes y un color, girando en torno a una imagen; es comercio y
chismorreo; es historia, tradición y un poco de de modernidad; es santos, huayruros y tónicos.

Finalmente decidimos darle un nuevo sentido al slogan "adopte un balcón" y por el módico precio de 3 soles por cabeza tuvimos derecho a usar un balcón de casi 3 metros cuadrados, al interior de una casa-telo maravillosa. Digamos que nos dejamos adoptar por el balcón; era exactamente lo que necesitábamos, para percibir ese balanceo sin estar necesariamente en él.

El anda, finalmente, llegó. Y precediéndola, la policía, los devotos, las hermandades, las sahumadoras caminando hacia atrás, todos poniendo sumo cuidado en no pisar las alfombras de flores, para que sean los porteadores, y por extensión, el anda, el Cristo Moreno, el Señor de los Milagros, quien tenga el honor de pisar una pista enajenada.


La masa humana deja de balancearse por un momento. El anda reposa, saluda a la universidad, una hermandad sale y la siguiente toma su lugar. Se cambian las flores, se reanudan los cantos y los rezos, y nuevamente el anda se alza, para continuar su camino, seguida por la muchedumbre, aplaudida por quienes estamos en los balcones, saludada por la gente a la su paso.

Es sorprendente la velocidad con la que la pista se vacía. Los devotos han seguido el camino del anda y aparece un batallón de barrenderos, quienes diligentemente limpian los restos de lo que fueran alfombras de flores. Tras ellos, viene un nuevo batallón, esta vez de vendedores ambulantes: choclo, hablas, chapanas, turrón, pan con chicharrón, coca cola, inka kola, pan con pollo y más turrón. Son la retaguardia del Señor de los Milagros y, con una devoción bastante más mercantilista, cierran la inmensa procesión.

El tránsito vuelve a la normalidad, los papeles morados y blancos se van desgastando y despegando y la garúa, finalmente, termina. Lima vuelve a su ritmo habitual y aquí no pasó nada.

miércoles, 8 de octubre de 2008

La décima razón para odiar a los romanos

La semana pasada tuve que hacer una tarea de francés; un ensayo en el que explicaba por qué no me caen los romanos como colectividad (insisto, hay algunas excepciones, romanos simpatiquísimos y divertidos, pero esos no vienen al caso en este momento). Logré juntar 9 razones, entre las que estaban el racismo, la basura en las calles y el pan. Pero me faltaba la última.

Hoy, saliendo de la oficina, la encontré: mi décima razón para odiar a los romanos... y hubiera preferido quedarme con 9 solamente.

Mucha gente cree que el transporte público romano es una mierda. Yo no, a mí me encanta. Es barato, limpio, cómodo, casi casi confiable, casi casi ordenado. La única excepción es la línea 791, que casualmente une todos los puntos importantes de mi vida: casa, universidad, chamba, vicios. Es una ruta importantísima en esta parte de la ciudad, pero el problema es que tiene muy pocas unidades, enormes (tipo los antiguos Icarus). Si el tiempo "oficial" de espera es 20 minutos, en la práctica el promedio son 40, y me ha ocurrido alguna que otra vez esperar en el paradero más de una hora.

Hoy me tenía que regresar de la chamba a las 9.20 pm, con un poco de frío y cansada. Y tenía que estar en casa antes de las 10, porque me tocaba turno de baby sitter. Es decir, que no estaba para esperar al maldito 791 por toda la eternidad. Por eso, cuando lo vi llegar a sólo 10 minutos de estar esperándolo, hasta solté un gritito de alegría (¡yay!).

Conmigo en el paradero había una pareja de chinos, que no sabían cómo hacer y quise ayudarlos, les pregunté hacia dónde iban, no me entendían, miraban el cartel... y mientras tanto el gigantesco bus se acercaba más y más y más... y en mi afán por ayudar a esta gente y que ellos no pierdan el bus, me olvidé de levantar la mano (NOTA: no sabía que eso es indispensable... he vivido todo un año en Roma pensando que, como en Alemania, los buses se paran en todos laos paraderos en los que ven gente. ¡Qué ilusa!)

Y el bus pasó delante... y pasaba y pasaba (es bien largo) ¡¡y no paraba!! Así es que hice lo que cualquier peruano que lleva un año viviendo en Roma haría por instinto: correr, gritar, hacer señas y dar un buen golpe a la parte trasera del bus, dejando a los pobres chinos abandonados.

El bus, efectivamente paró. Y sólo se abrió la puerta delantera. Inocente, yo, me acerco y me doy cuenta que el chofer, una cabeza más alto que yo, sale de su cabina hecho una furia... una furia, bueno fuera. No conozco palabra ni en castellano ni en italiano para describir el grado de "furibundez" del individuo en cuestión. Y se puso a gritarme, como no recuerdo que nadie me haya gritado nunca en mi vida, mientras uno que aparentemente era su amigo, me bloqueaba la entrada en manera tal que no podía subir al bus. Entre las cosas que me dijo el chofer - que no las entendí todas en parte porque estaba con el iPod y en parte porque como el italiano no es mi lengua materna, cuando quiero puedo desenchufarme y no retener nada - mencionó, a grito pelado, que estoy rematadamente loca, que tengo que evantar el brazo y que la próxima me lleva directamente a la policía. Luego de un tiempo, que a mí me pareció eterno, pero que no pudo haber sido más de un minuto, el tipo se metió a su cabina, el "cómplice" me dejó entrar y yo me senté, sin decir palabra y con la lágrima amenazando con salir.

Me pasé la mitad del trayecto pensando qué improperio le iba a gritar al bajar, pero luego se me ocurrió un plan B, que de tan divertido, me hizo reir casi en voz alta. ¿Qué pasaría si, dado que estaba con el lagrimón al caer, me acercaba a la cabina y me ponía a llorar a grito pelado, pidiéndole disculpas y agradeciéndole infinitamente su enorme amabilidad, diciéndole que era el ser humano más bueno de la tierra y que felizmente, él era sensible y podía entender la desesperación de una pobre niña abandonada en el paradero a las 9.20 de la noche?

No lo hice, creo que no soy tan buena actriz. Pero casi que me arrepiento de no haberlo hecho.

La segunda mitad del trayecto, calmada y sonriendo, me puse a pensar qué pasó. Primero, extranjeros en el paradero que no entienden nada de lo que está escrito porque hay que tener un poco de "cancha" para entender cómo funciona el transporte por acá. Segundo, mi voluntad de ayudarlos, que casi me cuesta perder el bus. Tercero, el acto reflejo, violento y angustiado ante la perspectiva de, efectivamente, perder el bus. Y finalmente, un conductor alterado (estresado, deprimido, molesto, angustiado, frustrado, qué se yo) que decide gritar, insultar y amenazar a una desconocida.

El que ayuda (o intenta ayudar), pierde.

Por eso odio a los romanos

miércoles, 1 de octubre de 2008

Entrada reminiscente en la que hago un recuento de mis aventuras y desventuras, al cumplir un año de vivir en Roma (II)

En Barcelona, me enteré por mail que las clases empezarían el 14 de febrero. No me la creí, pero efectivamente, empezaron. El primer seminario, Análisis del texto, el proyecto y la obra, prometía un tema interesante desde el título. De hecho, los primeros dos o tres encuentros estuvieron muy buenos. Luego el asunto se puso un poco monótono porque las clases se convirtieron en crítica de los trabajos que cada uno estaba haciendo...

Pero eso me preocupaba poco. Yo estaba dando los últimos retoques a mi tesis de maestría y preparando mi viaje a Lima en marzo. La última semana de febrero me pagaron la primera cuota de la beca y me acuerdo cómo esa misma tarde, al tramonto, caminando por San Giovanni, me sentía en paz con la humanidad y pude apreciar qué bonita se ve Roma a esa hora.

Dos días después, me reventaron la burbuja a patadas, cuando Valeria me contó que me iba a tener que mudar. Ese fue mi tercer momento horrible romano... gritos, llantos y desesperación. En primer lugar, por irme de una casa a la que le tenía cariño y en donde me había armado un espacio; en segundo lugar, porque cuando finalmente las cosas parecían ir bien (clases, plata, paz interior), me encontraba enfrentada a un problemón... y con sólo 7 días para resolverlo, porque luego me iba.

De hecho, tras una semana de recorrer departamentos de pesadilla, decorados de casas de putas y espacios con condiciones infrahumanas, fui a Lima, con el problema aún sin resolver.

Sin embargo, Lima fue espectacular. Estaba tan feliz, que el 95% del tiempo sonreia como una boba y disfrutaba hasta del tráfico de los viernes a las 6 de la tarde...

Me costó muchísimo subirme al avión de regreso... Al llegar a Roma empieza la etapa romana 2.0.

Los problemas de MiVivienda se resolvieron por mail mientras estaba en Lima. La compañera de trabajo de una amiga de Valeria buscaba alquilarle un cuarto a alguien que, además, estuviera dispuesta a cuidar a sus hijos un par de veces por semana. El precio, muy bueno, las condiciones parecían aceptables... faltaba el pequeño detalle de conocerlos.

La primera vez que llegué a la casa, Rosalba estaba resfriadísima, y el lugar un poco en desorden, pero tanto ella como sus chicos me cayeron bastante bien... Considerando, además, que no tenía otra opción, yo quería mudarme de inmediato. Tuve que esperar hasta la quincena de abril. Coincidió además con que Eduardo vino de visita, así es que al pobre lo tuve ayudándome con la mudanza... que es una maniobra sumamente compleja si es que uno no tiene carro. Sola no lo hubiera podido hacer.

De paso, con Eduardo acá, nos fuimos de paseo y tuvo un "condensado de Italia" en carro, tren, avión y a pie.

Mientras tanto yo conseguí mi primer "trabajo", en un estudio de ingenieros especialistas en el diseño de hospitales. Estuve ayudando con el diseño de una Casa della salute para un concurso... en el que quedaron (¿quedamos?) segundo puesto. Fue mi primer encuentro con el horario laboral de 16 horas al día, 7 días a la semana... y, honestamente, espero que sea el último.

A penas terminada esa chamba, me puse a viajar... intensamente. Entre abril y julio estuve una vez más en Alemania, donde me encontré con Eduardo, a quien por estos meses veía cada dos semanas, sin exagerar. Conocí con él un Rheingau distinto: el río era, de pronto, fundamental; la arquitectura llamaba más la atención; las comidas se saboreaban más... todo sazonado con conversaciones interesantísimas y mucha, mucha, pero que mucha lluvia.

Fui dos veces más a Barcelona, por mi cumpleaños y a fines de junio. En esta última, además, alquilamos un carro Lorena, su mamá y yo, y nos fuimos a Bilbao y Zaragoza. Ese último viaje fue mi despedida de Barcelona... mis amigos, uno a uno, se iban a regresar a Lima y la ciudad de pronto, perdía parte de su encanto.

No me quería ir, al punto que confundí las 15 con las 5 pm. y casi pierdo el vuelo.

Finalmente fui a Torino, al congreso de la UIA. Hacía un buen tiempo que no viajaba sola y, en esta ocasión, lo disfruté.

¿Qué pasaba con las clases? La frecuencia semanal había cambiado a quincenal, y se trataba básicamente de preparar la entrega final. Pero ya me estaba picando el bichito de hacer tesis, y lo que antes habían sido ratos libres y aburridos, se convirtieron en idas diarias a la biblioteca. Me costó un poco darme cuenta: a diferencia de la UPC y de la UNI, acá no hay (ni habrá) cursos de metodología, seguimientos o profesores bienintencionados que pregunten cómo va la tesis. Es la chamba de cada uno y eso es peor... infinitamente peor e infinitamente más rico.

Entrada reminiscente en la que hago un recuento de mis aventuras y desventuras, al cumplir un año de vivir en Roma (I)

Mi primera semana en Roma fue intensa y un poco confusa, pero me acuerdo de cosas que pasaron en ella con más claridad que de eventos más recientes. Recuerdo la llegada, la angustia de no encontrar un taxi que me lleve al hotel, los posters horribles del ministerio de Salud con la enfermera que parecía sacada de una película de terror. El cuarto en el último piso del hotel, la primera caja de tomates cherry, la primera pizza de turco frente al Mamma mia, cuando aún no la conocía. Mis primeras experiencias en la Questura, las primeras colas, las caminatas en Piazza Vittorio, la Posta.

Recuerdo el día que conocí a Setefano y a Valeria, fuera de mi
hotel, fumando los dos. Ese mismo día Valeria me llevó a ver el apartamento que durante 6
meses y medio sería mi hogar. Me acuerdo que ella me cayó bien en ese momento y que me encantó el departamento, con sus posters de colores y en blanco y negro en las dos paredes de la sala, los muebles de Ikea y mi dormitorio con closet infinito.

Le tengo especial cariño a mis primeros grandes descubrimientos en Roma: el Mercado Esquilino y la Biblioteca Nazionale. Al primero sigo yendo, casi religiosamente, una vez a la semana; al segundo intento ir a diario.

Mi primer día romano horrible fue el 30 de octubre, cuando tuve el colloquio de ingreso al doctorado. En primer lugar, la frustración de llegar a un "evento" que yo esperaba sería importante, interesante, ingenioso, difícil... y descubrir que no lo fue; en segundo lugar, enterarme en ese momento que las clases empezarían en enero.

Pude haberme regresado a Lima, haber pasado Navidad en casa y haberme ahorrado un par de meses complicados, pero quiero creer que estuvo bien que me quedara. Tuve la oportunidad de familiarizarme con mi nuevo hábitat, de conocer un poco, y sobre todo de aprender lo que es el Aburrimiento, con mayúscula (que viene de la mano con la Soledad, también con mayúscula).

En noviembre vinieron Ana María y Laureano, y por primera vez descubrí que ver las cosas acompañada tiene muchísimo más sentido que verlas sola. Al menos para mí es más sencillo descubrir y apreciar cuando tengo un interlocutor (de ser posible, inteligente al lado), con quien compartir la experiencia.

Luego, en diciembre, tuve un lonche navideño muy particular, con casi todos los "upecinos", vía web cam. Una de las primeras experiencias surreales que he tenido desde que vivo a este lado del charco. Fue, además, muy necesario encontrarme nuevamente con seres humanos, aún a la distancia. Llevaba días prácticamente sin hablar en voz alta, más días aún sin contacto humano (exceptuando la cajera del supermercado), semanas sin reirme, y muchísimo tiempo más sin conversaciones divertidas con amigos.

A fines de diciembre, fui a Alemania, a pasar Navidad y año nuevo con la familia, a reencontrarme con seres humanos. Dentro de todas las experiencias lindas de ese viaje, fue muy bonito conversar con Tita por celular, en el aeropuerto de Frankfurt, mientras esperaba mis maletas; irónico pisar dos veces la misma caca de perro en año nuevo; divertidísimo descubrir con mis queridas Oma y tía Thelma que ninguna de las tres sabía abrir una botella de champagne. Mejoré un poco mis mínimas habilidades con los palitos de tejer y logré cocinar con éxito una torta de queso. Tuve conversaciones interesantes y divertidas y todo el contacto humano que me había hecho falta.

De regreso viví, de lejos, la peor temporada desde que emigré. Me enteré que se había pospuesto el inicio de clases "indefinidamente" y tuve una serie de problemas con mi matrícula, no teníamos Internet en casa y la calefacción se malogró. Recuerdo un día especialmente patético en el que yo lloraba en el metro, y un turco X me dio un kleenex y me preguntó si estaba bien. Le dije que sí y agradecí, no sólo el pañuelito, sino y por sobre todo, la simpatía.

Luego de esta temporada, negra, negra, re-negra, a mi madre se le ocurrió la brillante idea de que me vaya a Barcelona. A pesar de que aún no me pagaban ni un real de la beca y yo andaba pobre como policía honesto, creímos que podía valer la pena.
De hecho, no sólo valió la pena: fue espectacular.

El hecho de que, sin planear, coordinar ni proponérnoslo, Eduardo y yo llegáramos con 3 días de diferencia, los paseos, las conversaciones, las latas de cerveza, Gaudí y las oportunidades de disfrutar con algunas de las personas que más quiero... como dirían los de Master Card, priceless.

Al regreso de Barcelona empezaron las clases y con ellas, la etapa 1.5 de mi vida romana.

Continúa
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