Imaginemos la siguiente escena. Una caverna. Un gran fuego encendido en el centro: espacio social. Al exterior, el viento sopla, como no ha dejado de hacerlo por más de tres meses, levantando la nieve y el granizo sobre las personas que se aventuran a salir. Las raciones, cuidadosamente acumuladas durante el otoño, empiezan a escasear. Ya no hay variedad y casi no hay sabor en lo que queda. Es entonces que un explorador regresa y se sienta al lado del fuego. Deja a un lado la piel mojada que lo protegió y se frota las manos para calentarlas. El resto del grupo lo mira, expectante. El explorador disfruta generar un poco de tensión, y finalmente sonríe. Escarba en sus bolsillos y muestra un brote de hierba fresca. Un suspiro colectivo hace tambalear las llamas del fuego. Un invierno más que termina: el día volverá a ser más largo que la noche, el sol volverá a nacer y, con él, la vida.
¿No es acaso razón de sobra para celebrar?
Celebraciones ligadas al equinoccio, o a la llegada de la primavera, pueden encontrarse en casi todas las civilizaciones de la antigüedad. Como señala una excelente nota de Heather McDougall (2010), dentro de las celebraciones de renacimiento o resurrección, documentadas a lo largo de la historia que suceden en esta época del año, podemos encontrar a Ishtar en Mesopotamia, Horus en Egipto, el mito de Perséfone y el de Dionisio y muchos otros. De hecho las palabra alemana Ostern, que significa Pascua, viene del nombre de la diosa pagana Ostara.
La Pascua Judía (Pesaj), como la gran fiesta que reconoce la liberación y y la libertad del pueblo Judío (18doors.org), rescata ese simbolismo. Los israelitas de algún modo vuelven a nacer en una nueva vida en libertad.
En la tradición Cristiana, la última cena no es otra cosa que la celebración del Pesaj de Jesús y sus amigos. Pero la superposición de celebraciones tiene raíces profundas. Como cuenta Carole Cusack, durante los primeros dos siglos luego de la vida de Jesús, las festividades de la nueva iglesia Cristiana estaban ligadas a viejas tradiciones paganas (Travis, 2017). La primavera y el renacer de la vida funcionan como excelente símil de la resurrección. Cuando se establece la fiesta oficial de Pascua Cristiana en el concilio de Nicea (325 d.C.), se determina que ésta debe ser durante la primera luna llena luego del equinoccio de primavera. ¡Qué hermosa manera de regresar a nuestras raíces vitales!
Los huevos fueron símbolo de la vida siempre; probablemente desde las primeras celebraciones alrededor del fuego. Durante la Edad Media las personas los decoraban y regalaban a la familia y amigos para comer después de la Misa de Pascua, luego de los ayunos de Cuaresma (esto además es muy sensato, dado lo nutritivo que es un huevo). En la actualidad son parte de la mesa de Seder, en una tradición que parte de la apreciación de la primavera.
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Todo lleva a pensar que los seres humanos, a lo largo de nuestra rica historia, hemos querido celebrar la vida y, a través de ella, celebrarnos a nosotros mismos, nuestros sueños, nuestras esperanzas, nuestra fantasía y nuestra capacidad de superar nuestros problemas.
¿Y nosotros, ahora?
En el hemisferio sur inicia el otoño, pero nuestras herencias festivas han sido tomadas de nuestros hermanos del norte. Olvidada la siembra, la cosecha, el frío invierno y las angustias, todos nos unimos en celebración.
En un contexto en el que la muerte parece acercarse, desconocida y amenazante pero tan real, es difícil encontrarnos con esta idea. Tal vez el gran consuelo es saber que, a lo largo de la historia, la vida se impone. Que los seres humanos hemos contado historias y nos hemos apoyado en éstas para ir construyendo nuestra propia identidad vital. Que somos una suma, y mucho más que eso. Que nos debemos al pasado, que no hace otra cosa que pensar en el futuro.
¡Feliz Pascua!
Jag Pesaj Sameaj!