viernes, 29 de marzo de 2013

Oda a una bicicleta


Por cerca de tres años fuiste fiel compañera. Casi tan terca como yo, te atreviste a viajar “donde nadie ha llegado antes” y no opusiste resistencia a ninguno de mis osados periplos urbanos. Buenos frenos, buenas llantas, un poco pesada sí que eras, pero en fin, muy buena onda.

Considerando que estabas en oferta cuando te compramos, y toda la cantidad de plata que me ahorraste en taxis y combis, fuiste una muy buena inversión.

Y si recuerdo la sensación del viento al manejar sin manos por la ciclovía de Salaverry, fuiste mucho más valiosa que todo eso. Priceless.


Ambas salimos airosas de nuestro momento arduo, cuando terminamos de modo aparatoso en el piso luego de una mala maniobra de mi parte. Sólo se abollaron mi rodilla y tu canastita, que pensaba cambiar uno de estos días, porque eso de andarla sujetando con un pedazo de bolsa de plástico negra no era muy digno que digamos. Pero el punto es que resistimos.

Quiero pensar que alguien dispuesto a robar una bicicleta casi completamente oxidada, con la canastilla severamente rota y el asiento más incómodo del planeta, era alguien que tenía una desesperada necesidad de tener una bicicleta.

Quiero creer que tu ciclo de vida continuará, glorioso, y tal vez serás parte sustancial de la vida de un repartidor – al más puro estilo de Ladri di biciclette –, o llevarás a alguien a la chamba. Si es así, consideraré todo esto como el paso a otra etapa.

Pero, si como me temo, el que te robó hoy del parqueadero del Centro Cívico es un vulgar ladrón en serie que te venderá por partes en Emancipación, como una más de las tantas bicicletas que probablemente roba cada semana, no tengo consuelo posible.

Sin embargo, sí quisiera decir algo. A ti, mugroso choro de bicicletas con el polo de Bembos: ¡Que se te caigan todos los dientes menos uno y que a ese uno le salgan caries!

miércoles, 27 de marzo de 2013

Profesores de taller


Algunos representantes de la fauna universitaria: los profesores de taller (cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia).

El gilero

Para éste arquitecto el tiempo se ha detenido en sus días de galán a poco de egresado de la facultad, cuando las alumnas aún le daban bola. Al menos, eso es lo que cree (lo que lleva a uno a pensar que probablemente en su casa no hay espejos). Sus técnicas de aproximación varían entre ser penosamente patero, triste contador de chistes o teenager wannabe.

Si eres hombre, eres competencia, así es que en su taller vas a ser ignorado o despreciado. Si eres mujer, es muy probable que tengas éxito y lo sabes. En algunos casos extremos, la cantidad de nota es inversamente proporcional a la longitud de la falda.

El espiritual

Con él todo es zen. Anda con sandalias y bufanda sin importar el clima y con el infaltable morral tejido. No ve la arquitectura, la siente, habla con ella y espera que ésta conteste. Sus críticas suelen oscilar entre la filosofía, letras de canciones de Enya y reflexiones varias en las que las palabras “energía”, “textura” y “espíritu (del lugar)” suelen repetirse.

Las notas responden a criterios personales, como “la sensibilidad del material” o “la emotividad del espacio” que, aún si son difíciles de cuantificar para el ser humano común, terminan teniendo una equivalencia numérica. Bastante alta, por lo general.

El joven intelectual

Llevó un par de cursos en alguna universidad del extranjero (Europa es chic, EEUU es cool) y ha leído alguna vez algún extracto de textos de algún gran autor, mejor si no es relacionado con la arquitectura. Cuando critica un proyecto, cree estar autorizado a hablar de sociología o filosofía y a citar a oscuros autores, y se indigna si no has oído hablar de ellos.

Cree que la arquitectura está condenada, sus alumnos están condenados, el ser humano está condenado, y en general nada le huele y todo le apesta.

El viejo intelectual

Representante de una especie en peligro de extinción: la del catedrático. Un académico serio que ha dedicado su vida a leer (libros enteros, no extractos), observar y crear. Algunos de estos elementos continúan enseñando como si las universidades aún fueran cosa seria y los alumnos también, y se sorprenden genuinamente cuando no eres capaz de distinguir a Max Taut de Bruno Taut. Otros se resignan a una constante amargura cada vez que constatan que sus alumnos no conocen ni su propia ciudad.

La tough bitch

Alguna vez alguien le dijo que este era un mundo de hombres y que, siendo mujer, para triunfar no le quedaba otra que comérselos a todos. Literal y/o metafóricamente. Considera que no hay nada más tonto que una mujer tonta, excepto claro, un hombre tonto. Cree que es su misión demostrar que no por ser mujer se encuentra debajo de nadie y exige de sus alumnos niveles de desempeño sobrehumanos en la esperanza de ser vista mejor que cualquiera de sus colegas masculinos.  

El sádico

Cuando entra al taller, la atmósfera cambia: la temperatura baja, el aire se hace sólido y automáticamente la gente deja de hablar. Aún si no quieres, te pones a temblar cuando te habla, y siempre te da la sensación que has hecho algo terriblemente mal. Sus críticas están cargadas de desdén y aderezadas con insultos frontales o solapados, si son públicos, mejor. No se molesta en aprender el nombre de sus alumnos porque sabe que, como todo lo desagradable en la vida, estos pasarán. Su mayor objetivo en el ciclo es hacerte llorar; si eres hombre, mejor.

Il divo

Sale constantemente en revistas y páginas web, y de vez en cuando incluso se pide su opinión sobre algún tema de interés, no necesariamente ligado a la arquitectura. Cuando camina (por los pasillos, por el estacionamiento, por la calle) lo hace como quien pasea por su reino. Nunca te dirá su nombre porque, obviamente, ya deberías conocerlo.

Para hablar con él hay que pedir audiencia. Al taller se aparece unas cuentas veces al ciclo y deja el trabajo sucio a sus asistentes. Cuando esta gloriosa ocasión ocurre, puede decidir tu futuro con el levantar de una ceja y te quedas con la sensación de estar en pleno coliseo romano. 
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