Por cerca de tres años
fuiste fiel compañera. Casi tan terca como yo, te atreviste a viajar “donde
nadie ha llegado antes” y no opusiste resistencia a ninguno de mis osados
periplos urbanos. Buenos frenos, buenas llantas, un poco pesada sí que eras,
pero en fin, muy buena onda.
Considerando que estabas
en oferta cuando te compramos, y toda la cantidad de plata que me ahorraste en
taxis y combis, fuiste una muy buena inversión.
Y si recuerdo la
sensación del viento al manejar sin manos por la ciclovía de Salaverry, fuiste
mucho más valiosa que todo eso. Priceless.
Ambas salimos airosas de
nuestro momento arduo, cuando terminamos de modo aparatoso en el piso luego de una
mala maniobra de mi parte. Sólo se abollaron mi rodilla y tu canastita, que
pensaba cambiar uno de estos días, porque eso de andarla sujetando con un
pedazo de bolsa de plástico negra no era muy digno que digamos. Pero el punto
es que resistimos.
Quiero pensar que alguien
dispuesto a robar una bicicleta casi completamente oxidada, con la canastilla
severamente rota y el asiento más incómodo del planeta, era alguien que tenía
una desesperada necesidad de tener una bicicleta.
Quiero creer que tu ciclo
de vida continuará, glorioso, y tal vez serás parte sustancial de la vida de un
repartidor – al más puro estilo de Ladri di biciclette –, o llevarás a alguien a la chamba. Si es así, consideraré
todo esto como el paso a otra etapa.
Pero, si como me temo, el
que te robó hoy del parqueadero del Centro Cívico es un vulgar ladrón en serie
que te venderá por partes en Emancipación, como una más de las tantas
bicicletas que probablemente roba cada semana, no tengo consuelo posible.
Sin embargo, sí quisiera
decir algo. A ti, mugroso choro de bicicletas con el polo de Bembos: ¡Que se te
caigan todos los dientes menos uno y que a ese uno le salgan caries!
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