Son las 6:30 am y Lima, la gris, hace honor a su fama. Del cielo panza de burro cae una garúa constante que casi no se siente, hasta que uno se coge la ropa y se da cuenta que está humeda. A esa hora, cuando lo sensato sería estar arropado en la tibieza de la cama, salimos de expedición en busca del Señor d
e los Milagros. Buscarlo es un decir, porque no es que se esconda precisamente.
Llegamos a las Nazarenas cerca de las 7; es un lugar de contrastes. Amplias zonas casi sin gente, producto de los desvíos del tránsito, rodean el centro: la esquina de Huaylas con Tacna, donde se ha colocado un estrado-altar. En fuerte contraste con lo surreal de ver esa avenida tan vacía, una multit
ud de fieles decide ignorar la garúa para escuchar al Cardenal y a otros ilustres dar la Misa, acercarse lo más posible por una bendición y luchar unos contra otros por recibir la Comunión. Como invitado de honor, el anda con la imagen del Señor de los Milagros.
El morado está en todas partes, distinguiéndose de todo lo demás, en los pequeños grupos de cófrades de las hermandades, en los hábitos de las devotas, en los detentes que silenciosos ambulantes tratan de vender durante la homilía, en las cajas de los turrones, en las tiras de papel que cuelgan de postes y fachadas.
Morado y gris.
La Misa termina y la procesión comienza. Mientras el estrado es desmontado a toda velocidad, porque la ciudad de
be retomar su ritmo habitual por la avenida Tacna, se organiza el cordón en torno al anda y la procesión se pone en marcha, con un batallón de policías a la cabeza.
Decidimos rodearla, adelantarnos a las masas y observar el fenómeno desde una distancia prudencial. Y es que estar en el medio de la procesión, en realidad, no permite ver nada (o dicho de otro modo, los árboles nos impiden ver el bosque). Dentro de la procesión lo único que se puede hacer es balancearse al ritmo de la misma; no caminar, no correr, no quedarse quieto... balancearse, y dejarse llevar por la masa.
A nosotros, que más que devotos somos investigadores, no nos interesa balancearnos. Es así que llegamos a la Av. La Colmena, a unos 500 metros por delante del anda, y nos detenemos a ver las prep
araciones. A la entrada de iglesias, universidades y locales varios, se han instalado estrados, alfombras de flores y aún más banderillas de papel y globos morados. La gente se afana preparándole el camino al Señor de los Milagros: algunas personas buscan asiento o refugio, los comerciantes aprovechan a hacer sus últimas ventas antes de cerrar temporalmente sus negocios, un animador con un micrófono rememora un popurrí de fechas históricas con efemérides del santoral y auto-homenajes a su casa de estudios, todo esto con música criolla de fondo.
La procesión del Señor de los Milagros no es sólo una fiesta religiosa: es mucho más que eso. Es la afirmación de una identidad que puede parecer efímera como la garúa, concentrada alrededor de un mes y un color, girando en torno a una imagen; es comercio y
chismorreo; es historia, tradición y un poco de de modernidad; es santos, huayruros y tónicos.
Finalmente decidimos darle un nuevo sentido al slogan "adopte un balcón" y por el módico precio de 3 soles por cabeza tuvimos derecho a usar un balcón de casi 3 metros cuadrados, al interior de una casa-telo maravillosa. Digamos que nos dejamos adoptar por el balcón; era exactamente lo que necesitábamos, para percibir ese balanceo sin estar necesariamente en él.
El anda, finalmente, llegó. Y precediéndola, la policía, los devotos, las hermandades, las sahumadoras caminando hacia atrás, todos poniendo sumo cuidado en no pisar las alfombras de flores, para que sean los porteadores, y por extensión, el anda, el Cristo Moreno, el Señor de los Milagros, quien tenga el honor de pisar una pista enajenada.
La masa humana deja de balancearse por un momento. El anda reposa, saluda a la universidad, una hermandad sale y la siguiente toma su lugar. Se cambian las flores, se reanudan los cantos y los rezos, y nuevamente el anda se alza, para continuar su camino, seguida por la muchedumbre, aplaudida por quienes estamos en los balcones, saludada por la gente a la su paso.
Es sorprendente la velocidad con la que la pista se vacía. Los devotos han seguido el camino del anda y aparece un batallón de barrenderos, quienes diligentemente limpian los restos de lo que fueran alfombras de flores. Tras ellos, viene un nuevo batallón, esta vez de vendedores ambulantes: choclo, hablas, chapanas, turrón, pan con chicharrón, coca cola, inka kola, pan con pollo y más turrón. Son la retaguardia del Señor de los Milagros y, con una devoción bastante más mercantilista, cierran la inmensa procesión.
El tránsito vuelve a la normalidad, los papeles morados y blancos se van desgastando y despegando y la garúa, finalmente, termina. Lima vuelve a su ritmo habitual y aquí no pasó nada.