En una conferencia, Andrea Jemolo, un conocido fotógrafo de arquitectura, contaba con bastante detalle lo complicado que puede ser fotografiar arquitectura. Hay que conocer bien el proyecto; hay que buscar los mejores ángulos, ya sea con el fin de mostrar el edificio de la manera más realista posible, o para tratar de acentuar sus aspectos más relevantes o poéticos; hay que esperar que el momento sea el indicado en términos de clima, luz y sombras.
Andrea Jemolo (www.jemolo.com) |
Como ejemplo, mostró esta foto de la Iglesia Dio Padre Misericordioso de Richard Meier (1995-2003) en Roma. Contaba cómo las sombras que se proyectan bajo cada una de las capas suceden sólo en un determinado momento del día, y que él estuvo esperando durante muchas horas hasta que llegara ese momento que le permitiera tomar esa foto en particular que sirve para realzar la volumetría del edificio.
Pasado el momento, por supuesto, las sombras se desplazan y es otro el efecto. Pero nos queda la foto, lista para ser la portada de algún libro.
Al hacer arquitectura, muchas veces nos ocurre lo de la fotografía ideal. Pensamos en los edificios como en el día de su inauguración: frecuentemente sin gente, limpios, nuevos, sin vidrios rotos o muros desgastados, sin modificaciones, como un par de zapatos recién comprados.
Esto, en realidad, es sólo un instante. Es ese momento efímero en el que los obreros han salido y el cliente aún no ha entrado. Nos apuramos a tomar las fotos respectivas antes que se ocupe, como si la ocupación fuera a hacer mal a la arquitectura y luego, meses o años después, evitamos volver a la obra para no ser conscientes de los cambios realizados en esta. Si queremos incluir esta obra en nuestro portafolio, serán ésas primeras fotos las que colocaremos.
Nos quedamos con un momento, un instante, fugaz y casi artificial, cuando en realidad ¿no sucede que la arquitectura es todo lo demás?
Antes hay un largo proceso de diseño y ajustes, y sobre todo diálogos, con el cliente, con el lugar, con los materiales, con el reglamento. ¿Y después? Después hay vida. Habitantes que hacen propio el lugar, que crecen y se desarrollan en él y, por supuesto, lo modifican para que esto suceda.
La arquitectura no es el instante. Tampoco el futuro. Es todo este proceso largo, en el que el arquitecto sólo está al inicio. Y es este inicio el que hace nuestro trabajo vital, porque nos plantea el reto de diseñar no para el instante, sino para el tiempo.