No existe la obra de arquitectura perfecta.
Lo que no significa que no haya buena arquitectura.
Hay edificios que se nos hacen queridos por familiaridad. Nuestra casa, la de los abuelos, los lugares que frecuentamos, al volverse parte sustancial de nuestra vida terminan ligándose de manera inextricable a nuestros recuerdos y, cuando estos son gratos, la experiencia del edificio suele serlo también.
Otros edificios nos sorprenden. Por un instante descolocan lo que damos por hecho y nos obligan a replantear cosas que asumíamos. Son objetos que, muchas veces, buscan llamar la atención a través de ser distintos e impredecibles. En algunos casos, el resultado final es espectacular; en otros, es un ángulo original e inesperado dentro de un discurso que parecía predecible.
Luego están los edificios calmados, que no buscan gritar su presencia sino que se acomodan a las circunstancias a su alrededor y tratan de sacar el mejor provecho de estas. No es arquitectura invisible, se hace sentir, pero no de manera invasiva; es más una suerte de acompañamiento de las condiciones existentes.
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