Si hay una cosa segura sobre la gente en Roma, romanos o no, es que son impredecibles. La última vez que me tocó pasar por el aeropuerto de Fiumicino, tuve un encuentro desagradable con una funcionaria mucho más desagradable aún, a quien culpo por la pérdida de 500 gramos de galletas Mulino Bianco.
Hoy, en cambio, las tres o cuatro personas con las que he tenido que interactuar me han tratado tan amablemente que me empiezo a preguntar si no estoy haciendo algo mal.
Ayer, o, en realidad, hace algunas horas, discutía con un taxista romano sobre la supuesta rivalidad entre Roma y Milán. Para empezar con buen pie, le dije que Milán no me había parecido una ciudad muy bonita. Obviamente esto lo puso contento y parlanchín, y entre las cosas que mencionó como grandes ventajas de ser romano, estuvo siempre la idea de pasarlo bien, de divertirse. O, en sus términos: la vita è una sola e va goduta (La vida es una sola y debe ser gozada).
El gozar de los romanos es, de hecho, particular. ¿A qué mozo de restaurante respetable se le ocurriría que es una buena idea alcanzarle un planto a una clienta para luego sacarlo, justo antes que ella lo coja y decirle "nooo, éste no es para ti"? ¿A qué clase de cliente esto le parecería divertido y no una razón para no dejar propina? ¿Cuál es la entonación correcta para decir "brava" y hacer que suene como un insulto pero, al mismo tiempo, dar a entender que una no debería molestarse? ¿Quien sino ellos para tener una conversación perfectamente amistosa de modo tal que cualquiera que la ve pensaría que lo que tiene delante es una pelea a muerte?
Cuando pienso que estoy más cerca de entender a la gente con la que viví por tanto tiempo, me doy cuenta que, en realidad, no sé nada. Tal vez hoy he llegado finalmente a una certeza: ésta de la in-certeza.
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