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1. La luz. Visto en restrospectiva, creo que la mayoría de mis momentos de disfrute han tenido que ver con la luz. Pioggia e schiarite, el amanecer, el tramonto, el sol golpeando la parte alta de los edificios, las nubes coloreadas. Se me ocurre que es la luz la principal razón que, desde siempre atrajo e inspiró a artistas y arquitectos. Es un privilegio elaborar bajo la luz romana.
2. El transporte público. Lo sé. Actualmente los romanos no tienen muchas cosas positivas que decir de su transporte público. Y si uno ha tenido que esperar 45 minutos por un tranvía bajo el sol, lo entiende. Alguna vez yo escribí pestes sobre el tema. Pero para quien viene de la ciudad combi, poder sentarse cómodamente por media hora a leer, o ver el paisaje, o simplemente cabecear, el poderse transportar como en Roma es un lujo. De hecho, escribo esto mientras voy en tranvía por la línea 8, con una vista privilegiada de la Isola Tiberina.
3. La comida. Pasta Barilla con pesto genovese por 3 euros. 2 más si le agregamos un buen trozo de parmesano de verdad. No tengo nada más que decir.
4. La amabilidad inesperada. Será que estoy poniéndome vieja, será que ya me acostumbré, pero de pronto resulta que los romanos son amables, a su modo. Y ese modo es extraño, inesperado, ruidoso y, creo, de fuera se ve un poco agresivo. De todos modos, que la cuenta de la librería sea rebajada de 90 a 65 euros por pura amabilidad es notable.
5. Las hojas de los árboles (y su olor) en otoño. Para quienes venimos de un mundo de dos estaciones (y una sutilísima primavera de una semana de duración), el otoño es un espectáculo. Las hojas crujientes en la vereda, el color entre verde y rojo, pasando por el dorado, el olor... el otoño es mi estación favorita y Roma sabe cómo hacerlo glorioso.
6. El tropezarse con edificios salidos de la clase de historia. Esta es la típica razón de los turistas aficionados a Roma, que van a propósito a ver los lugares más importantes. Pero el pasar casualmente al lado del coliseo cuando se toma el tranvía 3 es una sensación completamente distinta. No sé si los romanos se llegan a anestesiar y pierden la capacidad de asombrarse. Me costaría trabajo creer que es así.
7. El grito de "arrivedercigraziebuonagriornata" después del primer café en el bar. Ese café casi sólido, que se toma de un trago en la barra y resucita muertos. Y ese grito, porque si no es grito no tiene sentido, que es respondido del mismo modo. Educación matutina alla romana.
8. El lungotevere. Las hojas de los árboles casi tocando el río, el túnel sobre la vereda, el paisaje acompañando al agua, acompañando a la ciudad, acompañando al peatón. El lungotevere es divertido en carro, mágico a pie, intenso en bicicleta. Vale la pena caminar uno que otro kilómetro adicional si es que el camino que se toma es el del lungotevere.
9. Escuchar más de 5 idiomas en un mismo día... o en un mismo viaje en bus. Todos los caminos conducen a Roma: un ama de casa rusa hablando por teléfono, un par de monjas filipinas casi susurrando, dos niños discutiendo futbol en árabe, un turista francés que se equivocó de camino y el conductor romano que grita al colega algo que no entiende ni su madre. Eso, para empezar.
10. Los carteles antiguos de las tiendas. Esos que parecen salidos de una película de Fellini, con letras mayúsculas, nombres de mafioso y mala iluminación. Son parte del paisaje urbano de Roma y me alegro que la necesidad constante de renovar que muchas marcas del mundo parecen tener, haya evadido esta ciudad casi por completo. Si no, Castroni no sería Castroni.
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