Publicado en Espacios Escritos, Caretas (enero 18, 2024)
La Lima que queremos querer no nos hace pasar horas de nuestros días en el tráfico. Tenemos un transporte público seguro e integrado y puentes que no se caen ni se desploman. Esa especie de leyenda de la ciudad jardín es realidad, al menos parcialmente. Caminamos tranquilamente, sin temor a la delincuencia o a los conductores que invaden espacios de peatones.
Hay algo real y tangible que une estas fantasías con nuestra realidad: la Lima que tenemos, le tengamos cariño o no, nos regala edificios.
Algunos emblemáticos, como el Palacio de Gobierno, Larcomar o el Estadio Nacional forman nuestra imagen mental de Lima, la que hace de escenario a nuestras vidas. Otros, menos conocidos, son como un telón de fondo.
A través de los edificios, los parques, las casas, reconocemos a nuestra Lima y formamos parte de ella.
Es interesante preguntarnos cuál es la historia que la arquitectura nos cuenta, pero tal vez lo es aún más preguntarnos cuál es nuestro papel en ella. En el 489 aniversario de nuestra fundación española, y considerando la historia milenaria del territorio que ocupamos, vale la pena detenernos a observar y a pensar los modos en los que la arquitectura interactúa con nuestras vidas.
¿Nos es cómoda y nos permite desarrollar nuestras actividades? ¿Nos sorprende? ¿Nos es agresiva? ¿Es una incomodidad? ¿Un espacio que nos calma? ¿Nos es completamente indiferente? Me es difícil imaginar responder que sí a esta última pregunta.
Resulta que, a través de su arquitectura, la Lima que tenemos no nos es externa. Es, parcialmente, obra nuestra, y afecta quiénes somos y cómo nos sentimos. Tal vez es por eso que la queremos querer.