Conferencia ofrecida el 21 de Diciembre de 1957, Sociedad de Arquitectos del Perú.
"¿Que es lo tradicional en nuestra arquitectura contemporánea? o ¿Cuáles son los factores tradicionales que van a prolongarse y a hacer cuerpo común con esa arquitectura?
Antes de afirmarlos sin ningún análisis previo contemplemos, primero, el fondo tradicional arquitectónico que ostenta nuestro país y luego plantiemos la posibilidad de esa presencia en la arquitectura de hoy.
Los Sres. Luis E. Valcárcel y Raúl Porras Barrenechea nos han hecho una brillantísima y sabia exposición de los valores arqueológicos y coloniales que constituyen en general nuestro pasado arquitectónico; creo ahora necesario resumirlos en una síntesis panorámica para traer nuevamente hacía nosotros ese fondo en su amplia unidad y que es el escenario plástico y poético donde actuarán siempre los arquitectos peruanos.
Bástenos con invocar: los remotos y extraordinarios monumentos pre-colombinos como Sacsahuamán, Pisac y Ollantaytambo, en que las rocas han sido engastadas por el hombre en la naturaleza con grandiosidad cósmica y perfección de joya.
Machupicchu, la ciudad sagrada, suspendida en los picos de Los Andes para estar más cerca del Sol. Monumento maravilloso y solo en el mundo.
Cuzco, la ciudad dos veces imperial, magnífica y categórica, que sobrecoge y entusiasma. Toda ella es un inmenso símbolo. Forma un solo cuerpo de unidad dramática dividido en dos ritmos que chocan y se mezclan con dignidad y en silencio. Ciudad única por su doble nobleza, originalidad y majesta pétrea en que los muros de Toledo parecen continuar los de Sacsahuamán para crear un nuevo Perú y establecer una nueva América.
Arequipa, la ciudad luminosa, tierra de equilibrio geográfico y étnico, en que lo indio y lo hispano se compenetran con fruición y la hace sólida, bella y fecunda. La arquitectura de Arequipa expresó elocuentemente ese equilibrio, esa fusión y ese agrado, lo expresó tan de acuerdo con la naturaleza de su suelo que llegó a formar un sistema estructural cuya originalidad le da una categoría especial entre la arquitectura del Nuevo Mundo.
Bástenos con invocar los templos de Puno, que se yerguen solos como fantasmas de piedra en el silencio del Altiplano y a orillas del Titicaca reluciente. Arquitectura de España, de Tiahuanaco y de la selva peruana.
Ayacucho, con su arquitectura de portadas pintorescas y naturalistas bajo los salientes y rojos aleros de tejas. Pueblo de grandes patios con arquerías, de hermosas casas de dos pisos, "las mejores que hay en el reino", y de torres de iglesias con inconfundibles ecos musulmanes.
Cajamarca, que severa y tranquila conserva vivo el austero espíritu de la Colonia y parece expresar aún el trágico encuentro de Pizarro y Atahualpa en dignas, amplias y finísimas afirmaciones de piedra.
Y luego Trujillo, de calles anchas y claras como penetraciones del campo donde ha florecido, ciudad de lujosas mansiones que ostentan en sus lisas y coloridas fachadas de adobe la dignidad de una portada heráldica o la maravilla de sus rejas.
No abarcaríamos nunca este panorama de nuestra arquitectura pretérita donde aún faltan muchísimos centros de arte y de cultura y a donde están latentes los pujantes factores tradicionales que queremos ver reflejados en nuestras oraciones de hoy.
Capilla de la iglesia de la Compañía de Jesús, Arequipa. |
Las calles de la Lima Colonial eran inconfundibles. La primera impresión del viajero era la de estar en una ciudad musulmana. Le daban ambiente árabe la variedad de balcones de madera salientes y cerrados como armarios suspendidos en las fachadas; reminiscencias del Cairo. Muchos elementos contribuyeron a crear ese balcón islamita en América: el clima suave y sin lluvia, tan parecido al de Egipto; el calor y aridez de sus tierras costeñas, tan similares a los del Norte de África; los primeros pobladores, en su mayoría de las regiones moriscas de España, Extremadura y Andalucía. Observando las calles con más atención, el visitante notaría las portadas hispanas, altas, decorativas y pastosas; las ventanas abarrotadas, bajas y salientes, adornadas con maceteros floridos traídos de Sevilla, y los grandes paredones de adobe como fondos macizos surgidos de la tierra indígena de los yungas. Las casas con sus fachadas lisas, con frecuencia de dos pisos y asimétricas, se sucedían unas a otras como si formaran una misma tapia de adobe, de altura diferente y dividida por conjuntos aislados de portadas, rejas y balcones. El revoque de las paredes exteriores se coloreaba con un encalado de tonos cálidos y claros: azules añil, amarillos, ocres y rosados hondos, como el "rosa de Lima". La variedad en lo compacto y en el colorido eran características saltantes.
Las portadas del siglo XVI fueron sobrias en sus líneas platerescas o herrerianas. Las del siglo XVII ostentaban un barroco sólido, algunas veces muy lujoso pero siempre llenos de unidad en sus fuertes relieves. El XVIII vio bellas portadas a las que el churrigueresco y luego la influencia francesa dieron bastas y elegantes ondulaciones: apareció entonces el vano ya no rectangular sino en arco rebajado.
Fueron raras las portadas de piedra; sólo existieron en algunos palacios. Con mucha frecuencia se hicieron de ladrillos, con molduras y relieves precisos, pero lo usual era construirlas en adobe corriendo los perfiles y formando a mano los resaltes con barro, como modelando una escultura en arcilla. Esta técnica de modelar las formas y la plasticidad del material dieron a las portadas limeñas una vibración de vida latente y un encanto especial en las proporciones generales de las masas y en los gruesos salientes de sus cómicas, consolas y volutas. La plasticidad, el modelado, la blandura lisa, era otra de sus características.
La historia de la arquitectura limeña podría tener por índice el aspecto de sus balcones. Los de los siglos XVI y XVII presentan sus apoyos con pequeños recuadros de sabor mudéjar que se combinan en variados y profundos dibujos de ángulos, mientras que los calados superiores están formados por menudos balaustres. Los de la primera mitad del siglo XVIII tienen por lo general recuadros inferiores más amplios de contornos curvos que, con frecuencia, se desarrollan como un friso entre dos fajas de pequeños paneles. Ya avanzado el siglo, los balcones se afrancesan con paneles Luis XV, medallones centrales, guirnaldas formando frisos y graciosos vanos ovalados. Al final de esa centuria el balcón toma un aspecto que dura hasta principios del siglo XIX y de la República; tiene pilastras corintias y jónicas, aperturas de arco de medio punto con soguillas radiales y entablamento cubierto con cornisas grecorromanas sostenidas por dentículos y modillones. El balcón siempre es el mismo, repetido durante tres siglos como organismo vital de la arquitectura limeña; lo que cambia es su aspecto decorativo con cada época. Aquí vemos como el decorado leve, delicado, aparece en contraposición con lo voluminoso y amplio de las superficies.
La mayoría de las distribuciones interiores se desarrollan según un eje longitudinal y la disposición es similar a la de las casas grecoromanas. Eran plantas de profunda tradición mediterránea cuyas remotas modalidades latinas pasaron por España. Lo curioso es que en la misma España no se presentan tan fieles a esa tradición como en las viejas casonas de Lima.
Después de la portada se hallaba el zaguán, ambiente intermedio entre la calle y el patio, con acceso a las habitaciones sobre las fachadas, llamadas "ventanas de reja". En el fondo tenía un arco sobre gruesas pilastras que lo separaban del patio. Ese arco era uno de los motivos más repetidos y característicos de la arquitectura limeña. Todo esto nos parece tan familiar que no valdría la pena repetirlo pero nos olvidamos siempre de su gran originalidad en América.
El patio, siempre rectangular, tenía a uno o a ambos lados habitaciones seguidas, salas o dormitorios. En el fondo y perpendicular al eje de entrada de las casas más importantes, se hallaba un amplio salón que equivalía al tablinio en los atrios de 1as distribuciones grecoromanas. Casi siempre las habitaciones laterales, y sobre todo "el principal", tenían acceso al patio por un corredor cubierto y formado con finas columnillas de madera; era el peristilo. El lujo de la carpintería se encontraba generalmente en el techo del zaguán, en sus consolas y cuartones tallados y en los típicos capiteles en forma de horquilla. Un camino central de losas de piedra o de mármol, con ramificaciones laterales, dividía en varios campos el piso del patio. Macetas de flores y de plantas adornaban esos ambientes abiertos e íntimos a la vez. El trazo era pues espacioso, orgánico, rico de luces y sombras.
Como materiales de construcción se empleaban, y debemos repetirlo, en primer término, el adobe, la misma tierra y los mismos muros de las milenarias huacas costeñas. Las gruesas paredes de adobe construían la estructura fundamental de la casa. Luego la quincha, simple o doble, formaba los telares del segundo piso; eran tabiques de madera forrados con cañas y enlucidas con barro. La cuartonería de los techos planos soportaba un entarimado de tablas cubierto por gruesa capa de barro para absorver la humedad y aislar del calor lo que formaba las azoteas de todos los edificios. Era una arquitectura de contraste entre lo macizo, sobrio y ampuloso de la arcilla y lo delicado, frágil y lujoso de la madera; una arquitectura esencialmente plástica, colorida, fina. He ahí factores elocuentes y auténticos de la arquitectura tradicional limeña.
En el rechazo del dominio peninsular, la exaltación libertadora desechaba también esa arquitectura que le recordaba a España sin pensar que ya era peruana. Por otra parte, la ignorancia sobre la verdadera arquitectura española fortaleció esa aversión. Así se hicieron las primeras construcciones republicanas. Las técnicas criollas del adobe y la quincha dieron cuerpo a pulcras fachadas de finas pilastras estriadas, nítidos entablamentos clásicos, esbeltos frontones triangulares, capiteles doricoromanos, balcones con arquerías de medio punto y cornisamentos de puro estilo jónico y corintio. Los patios adquirieron algo de los peristilos de la Roma republicana. La simetría ordenaba todo ese neoclasisismo pero en el fondo la transformación fue sólo ornamental. La casa tradicional limeña, con su distribución colonial, balcones y ventanas de rejas, no podía cambiarse tan de prisa. Esto es muy importante para nuestro tema: el adorno envuelve esa arquitectura pero no altera su cuerpo y organismo.
Hacía mediados de la segunda mitad del siglo XIX, el academismo neoclásico francés fue elocuente. Algunos arquitectos franceses e italianos aparecieron en Lima. El arquitecto nacional no existía; el ingeniero era el que se consideraba capacitado para hacer arquitectura. Las formas tradicionales de planta, exteriores, zaguanes y patios se fueron perdiendo y reemplazando con distribuciones cerradas. En fachadas de telón, el adobe, la quincha y la pintura similaban los muros de piedra más perfectos, con finos y perfilados motivos grecoromanos y salientes cornisas para lluvias imaginarias. Aparecieron los primeros techos ornamentales, tejados con goteras, falsas buhardas, cresterías y hasta ficticios pararrayos. Consecuencias indirectas pero penetrantes de una época favorecida por el material y el clima.
Después de 1870 (guerra franco-prusiana), la influencia neoclásica de arquitectos italianos imprimió su sello a nuestros edificios. Luego la guerra con Chile paralizó toda actividad arquitectónica apreciable hasta fines del siglo en que se produjo un resurgimiento. Fue la época ecléctica por excelencia, de mal gusto, en que las "pompas fúnebres de la arquitectura clásica" se mezclaron libremente con el "art nouveau" de 1900. La mansión pequeña se puso de moda, se trazaron avenidas como los bulevares de París, llenos de tejados con goteras; aparecieron los primeros chalets de tipo inglés, y el barro, la quincha y la pintura tuvieron un campo ilimitado en las formas sueltas e inverosímiles del arte de Munich.
En 1914 se abrió el Canal de Panamá y estalló la primera guerra mundial. Nos llegaron nueva inspiración y nuevos materiales; el acero y el hormigón armado, el progreso, la comodidad, modelos norteamericanos e ingleses de villas y chalets, revistas técnicas, rascacielos y nuevas estéticas. Si a esto se agrega la prosperidad de los primeros años después de 1920 y el despertar de una nueva era económica y social para el Perú, el deseo de adelanto y la falta de preparación de los arquitectos, se puede afirmar que esos años fueron de un verdadero y fecundo desorden constructivo que llegó a lo más absurdo y caprichoso. Esto trajo una reacción saludable; ¿dónde está la arquitectura tradicional del país?, se preguntaron algunos arquitectos.
La honda verdad de las formas arquitectónicas en relación con el medio y con los factores que las constituían hacía artificial toda arquitectura extraña que no respetase su espíritu o que emplease su milenaria arcilla para disfrazarse. El renacimiento de lo que podríamos llamar una arquitectura peruana ocurrió alrededor de 1930 con la construcción de muchas obras de estilo "neocolonial".
Los arquitectos comprendieron que lo hispano y lo indígena en la arquitectura colonial peruana era una sola cosa; que sus formas, sus ritmos, su colorido, y sus modalidades eran los del paisaje, clima, raza y cielo del Perú. En su pasado y mestizo barroco esa arquitectura contenía el espíritu de unidad de los peruanos en lo racial y en su sentido de las proporciones, del relieve, de la plasticidad y de la estructura. No se podía pedir mayor expresión de verdad del medio en arquitectura. Eramos anacrónicos, no estábamos en lo cierto con el tiempo, pero sí creo que estábamos en lo cierto con el espacio, con nuestro espacio. Hoy, muchas veces, estamos de acuerdo con nuestro tiempo pero en desacuerdo con el espacio que nos rodea. Lo que se busca es hacer coincidir el momento con el lugar en vida nueva y belleza. Nos habíamos acostumbrado a que todo era falso.
Fuimos sinceros entonces volviendo a renacer lo que creíamos auténtico. Muchos arquitectos conscientes del tesoro que poseían, con mejor preparación técnica y formada su sensibilidad en un continuo descubrir de riquezas arquitectónicas en todo el país, comenzaron a crear tipos de una arquitectura original y nuestra. No se trataba de copiar únicamente la arquitectura pasada, sino de interpretarla, sugerirla a través de los nuevos materiales y exigencias de la construcción moderna que se introducía. Se exageró, se deformó, pero a veces surgían soluciones frescas, sin violencias y llenas de encanto. El espíritu de esa arquitectura tradicional penetró profundamente. Era una regresión natural. Era una arquitectura que se sentía como algo propio, renacida en su propio suelo. En ese espíritu se construyeron muchas residencias privadas, casas de renta, pequeñas iglesias, hoteles regionales y algunos edificios públicos importantes.
En las casas mejor resueltas lo primero que llamaba la atención era el juego plástico de sus masas. Se capto con intensidad la característica tradicional y física de la arquitectura indígena y colonial que no ostenta nunca la forma estructural como calidad primera sino que es esencialmente modelada. Lo que se quiso mostrar fue el relieve y el colorido nacido de la tierra, de la mano de obra indígena y del barroco impregnado del medio local.
De 1930 a 1945 —límites muy relativos— el marco tradicional se enriqueció con aportes y motivos regionales, mestizos, indígenas, pero al mismo tiempo todo ello se estilizó, se alteró o se soltó ante la corriente incontenible de la arquitectura contemporánea racionalista, funcional —creada a raíz de la guerra de 1914— pero que se desconocía o desechaba en nuestro medio.
Y vino el impacto decisivo de esa arquitectura virgen, universal y lógica y con ella se creyó que nuestros factores tradicionales habían terminado, que no podrían florecer más en esa arquitectura abierta a los cuatro vientos, cristalina en su utilidad y de materia escueta. No se pensó que en una arquitectura que nace, fresca, viva, los factores tradicionales encuentra fácilmente su cauce como los de una savia, mientras que en una arquitectura que muere, como la de fines del siglo pasado, su cáscara dura, de academismo seco, no dejaba ya pasar nada de lo verdaderamente nuestro y jugoso. La etapa de ese impacto, de esa duda, y hasta de ese rechazo, ya se ha superado ampliamente y hoy domina en la arquitectura que realizamos un libre naturalismo expresivo en las nuevas y ya cuajadas disciplinas del diseño que revelan creaciones con elocuente espíritu y caracteres que nos diferencian.
Pero veamos de cerca ese momento crítico, ¿cómo nuestra arquitectura tradicional, que hemos visto formada de barroco mestizo, de elementos compactos, macizos, blandos, tan poco estructural, orgánica, colorida, con más llenos que vacíos, y con adimentos como sus balcones de madera que se ríen de la lluvia, del calor, de los vientos y hasta de los temblores, verdaderos muebles prendidos en las fachadas?, ¿cómo esta arquitectura podrá ejercer influencia estética, de plástica, ritmo, y hasta forma, definida y durable, sobre la actual arquitectura en el Perú?
Raciocinemos un poco alrededor de esta pregunta:
Para que esa posibilidad resulte efectiva, auténtica, para que pueda verificarse la hipótesis, la comunión de lo viejo con lo nuevo, debemos naturalmente plantearla, con el propósito de no imitar, de no repetir, de no recordar en lo absoluto, las formas de esa arquitectura, sobre todo barroca, cuando hagamos arquitectura moderna. Tal propósito parece hasta hoy difícil de cumplir en toda su pureza. O nos inclinamos aún a prolongar o a estilizar elementos y motivos más o menos tradicionales, o pensamos expresa y deliberadamente, en suprimirlos, lo cual crea con frecuencia, un complejo de racionalismo extremo que nos lleva a menudo hasta la expresión de ese mismo barroco que hemos querido enterrar para siempre, convertido en un funcionalismo forzado, torturado."
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