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“Una casa con terraza en un calle bordeada de
árboles. Hace algunas horas, la casa resonaba con el sonido de gritos de niños
y voces de adultos, pero desde que su última ocupante se fue (con su mochila)
hace algunas horas, la casa ha sido dejada sola para disfrutar de la mañana. El
sol se ha levantado sobre las tejas de los edificios al otro lado de la calle y
ahora se versa sobre las ventanas del primer piso; pinta las paredes interiores
amarillo y calienta la fachada de ladrillo rojo. Entre los rayos de luz del
sol, motas de polvo se mueven obedeciendo los ritmos de un vals silencioso.
Desde el corredor, puede detectarse el murmullo suave de tráfico acelerado a
algunas cuadras de distancia. Ocasionalmente, el buzón se abre con un chirrido,
para admitir alguna propaganda.
La casa da señales de disfrutar el vacío. Se
está reacomodando luego de la noche, limpiando sus cañerías y haciendo crujir
sus juntas. Esta criatura digna y experimentada, con sus venas de cobre y pies
de madera enterrados en una cama de arcilla, ha soportado mucho: pelotas han
rebotado contra los jardines de sus costados, se han dado portazos de rabia y
gente ha intentado pararse de cabeza en sus corredores, se puede distinguir el
peso y las señales de equipos eléctricos y los intentos de gasfiteros sin
experiencia en su interior. Una familia de cuatro se alberga en ella, junto con
una colonia de hormigas alrededor de sus cimientos y, durante la primavera,
grupos de petirrojos en la chimenea. También presta el hombro a una frágil
enredadera que se apoya contra la pared del jardín, y permite que un grupo de
abejas le haga la corte.
La casa ha crecido para ser un testigo sabio.
Ha sido compañera de seducciones tempranas, ha visto cómo se hacía la tarea, ha
observado bebés envueltos traídos por primera vez desde el hospital, ha sido
sorprendida en medio de la noche por conversaciones susurradas en la cocina. Ha
experimentado noches de invierno, cuando sus ventanas eran tan frías como
bolsas de alverjitas congeladas, y atardeceres de verano, cuando sus muros de
ladrillo albergaban el calor del pan recién horneado.
No sólo ha sido un santuario físico, sino
también psicológico. Ha sido una guardiana de la identidad. A través de los
años, sus dueños han regresado a ella luego de estar períodos lejos y, al mirar
alrededor, se han acordado de quiénes eran. Las losas en el primer piso hablan
de serenidad y un envejecimiento con gracia, mientras que la regularidad de los
armarios en la cocina ofrece un modelo de orden y disciplina que no intimida.
La tabla del comedor, con su mantel estampado de flores, sugiere una explosión
juguetona que se alivia por un serio muro de concreto cercano. A lo largo de
las escaleras, pequeñas naturalezas muertas de huevos y limones llaman la
atención sobre la riqueza y belleza de las cosas cotidianas. En una repisa bajo
una ventana, una jarra con flores ayuda a resistir la atracción hacia el rechazo.
En el piso superior, una habitación estrecha y vacía da espacio para que se
incuben pensamientos restauradores, su luz cenital se abre a nubes impacientes
que migran rápidamente sobre los techos y las puntas de las chimeneas.
A pesar de que a esta no dé soluciones a
muchísimos de los problemas de sus ocupantes, sus habitaciones dan evidencia de
una felicidad a la que la arquitectura ha hecho su contribución distintiva.”
Botton, Alain de (2006) The Architecture of Happiness. New York: Pantheon. pp 10-11.
Botton, Alain de (2006) The Architecture of Happiness. New York: Pantheon. pp 10-11.