sábado, 7 de febrero de 2015

Estética ¿unisex?

Desde sus inicios, la disciplina de la estética ha tenido una estrecha relación con el concepto de belleza. Puede que esto haya dado pie a una idea bastante generalizada: que las dos palabras son sinónimos.

Mucho más recientemente, esta idea fue adoptada por peluquerías y, cómo no, “salones de belleza”, de modo que ahora la palabra “estética” se refiere más frecuentemente que a la disciplina, a tratamientos de belleza corporal, desde cortarse el pelo y pintarse las uñas hasta cirugías plásticas.

Sólo basta colocar la palabra en el buscador de imágenes de Google. En castellano y en inglés, para salir de dudas.



Otra expresión con la que se reemplaza la palabra “estética” de modo coloquial es “forma”. Hablamos de “la estética de un objeto” cuando nos referimos a su aspecto externo y tranquilamente ignoramos todas las otras connotaciones del término. Peor aún, decimos que algo es “antiestético” cuando no nos gusta esa forma.

Las palabras mutan, por supuesto. En estas mutaciones, los significados cambian, se descontextualizan, se trasladan de un grupo humano a otro y eso está bien. Es lo que mantiene vivo al lenguaje. Entonces, ¿cuál es el problema con este uso coloquial de la palabra “estética”? El problema sucede cuando este uso se traslada a lo académico. Las aulas, las investigaciones, las disciplinas no pueden darse el lujo de perder precisión. Y es aquí donde el cambiar estética por belleza o estética por forma se vuelve una práctica peligrosa.

Sólo para asegurarnos que estamos hablando de lo mismo – y perdonen la pedantería – vamos a definir de qué trata esto de la estética. En primer lugar es una disciplina hija de la filosofía, y nació exactamente a mitad del siglo XVIII. Baumgarten, el primero en definirla, dice que se trata de “la ciencia del conocimiento sensible”. Esto, en sí mismo, no dice mucho. Con los años, filósofos, artistas y otros pensadores aportaron distintos aspectos a esta definición y ayudaron a precisarla. Durante gran parte del siglo XIX, por ejemplo, se pensaba que el objetivo de la estética era establecer los criterios según los cuales un objeto era considerado bello.

A mediados del siglo XIX, Rosenkranz escribe un libro interesante, Estética de lo feo, en el que rescata una idea: la estética no se trata sólo de apreciar la belleza, sino también la fealdad. Y luego de esto se van a sumar una serie de categorías – lo grotesco, lo gracioso, lo sublime, lo horrendo – que van a ser parte de lo que la estética estudia.

Es por eso que ahora se habla de la experiencia estética. ¿En qué consiste? En el momento en el que sujeto y objeto se encuentran. Entre ambos surge una reacción: el sujeto va a sentir algo con respecto al objeto – positivo o negativo – y este algo, completamente subjetivo, es lo que estudia la estética.

Lo bello, por lo tanto, es sólo una parte pequeña de lo que la experiencia estética puede abarcar.

Una definición contemporánea de la estética: es la disciplina que estudia la relación subjetiva de un sujeto frente a un objeto. Si se da dicha reacción, se dice que se ha producido una experiencia estética. Si no se da, se trata de una situación de total indiferencia del sujeto frente al objeto.

De vuelta al tema académico. El tratar disciplinas, definiciones y conceptos con la ligereza del lenguaje coloquial nos juega en contra, porque perdemos la posibilidad de utilizar todas las herramientas que dicha disciplina nos puede ofrecer. Si pensamos en “la estética del edificio” como sólo sus aspectos formales y organizativos, nos estamos olvidado de lo central: del impacto que este edificio tiene en sus múltiples usuarios. Esa experiencia subjetiva, visceral, automática – la experiencia estética – es rica en sí misma. Probablemente no le interese a todos, pero no por eso debe ser tratada con ligereza.

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