domingo, 7 de junio de 2009

Estambul (IV)

Lunes 25 de mayo, 2009.

Esa noche, por primera vez desde que salí de Roma, pude dormir tranquilamente, sin soñar nada relacionado a angustias presentes o ausentes, reales o imaginarias. En mi sueño estaba pescando, que debe ser algo muy común en el material onírico de los habitantes, o más bien, de los visitantes de Estambul. Al mismo tiempo que los minaretes, una de las primeras cosas que me sorprendió fue la gente pescando sobre los puentes en el Cuerno de Oro. Todo el tiempo hay alguien, muchos álguienes, todos hombres, apoyando cañas en la baranda y asomándose con mucha seriedad. Por lo que he visto en sus baldes, pescan peces pequeñitos, algunos parecidos a pejerreyes.

Había dejado a propósito para el final de mi estadía en Estambul el mercado de especias.

Fui con el tranvía al centro histórico nuevamente, de paso a comprar provisiones al mismo supermercado donde había comprado el sándwich de atún el día anterior. Uno de esos lugares que uno catectiza cuando anda de viaje y a los que vuelve, tratando de creerse que se tiene una rutina y, por lo tanto, sitios favoritos. Casi casi como si se poseyera un trocito de tiempo y lugar en una ciudad en la que uno es intensamente forastero.

Bajé caminando hasta el mercado de especias, que es como me había imaginado que sería el Gran Bazar: torres de delicias turcas ordenadas, con montoncitos de especias multicolores, se combinaban con tiendas de lámparas, platos y tazas de té. Es un lugar de escala mucho más manejable y creo que por eso resulta más agradable. Se disfruta mejor.


De casualidad di con uno de los mejores vendedores que he encontrado en mi vida - y en español - en una tienda de especias. Me invitó un té de manzana mientras me hacía oler los distintos tés y especias, y contaba chistes. Fue una divertido y el té de manzana no está nada mal.

Decidí que ésa sería mi última experiencia en Estambul. La verdad es que estaba tensa por el viaje en tren a Kayseri así es que debo confesar que pasé un buen rato en el Internet del hotel, tratando de descansar y prepararme para la "travesía".

Almorcé tarde en el McDonald's de Taksim, desde donde luego tomé un bus a la stasyon. Es horrible el tráfico, tanto a la ida como a la vuelta, para cruzar el puente. De todos modos había calculado mi tiempo con mucha holgura y llegué temprano.

Fue alucinante que justo antes de partir pudiera ver la famosa puesta de sol sobre los mineretes de Emonönü. Es tal y como me lo habían descrito. Sonriendo con confianza, subí al tren.



*Escrito en la sala de espera de la estación de Estambul, una hora antes de subir al tren*

¿Tengo miedo? Podría decirse que sí.

No es exactamente miedo, no se parece al nudo en la garganta que se siente ante un pensamiento horrible (como multas de tránsito sin pagar), tampoco es el terrible escalofrío en la espalda que he sentido cuando me han asaltado alguna vez. Tampoco es la angustia en la palma de las manos al no encontrar plata o un documento importante.

Éste es un miedo calmo, frío, racional y lleno de reproches. No hice bien mi tarea. Debía haber comprado la Lonely Planet de Turquía, tal vez, o ir a Kayseri en avión. Esto del tren podría salir mal. Aunque, por otro lado, ¿qué tan mal? Mejor ni pensarlo.

Pero ahora, parada en la cola de la ventanilla de tickets donde atiende la única dependienta que habla inglés , pensé que la próxima vez que me aventure en un país donde no se hable un idioma que yo entienda, tomaré un tour.

Por otro lado, si esto sale bien se sentirá tan bien.

Y seamos honestos, si no me gustara este tipo de emoción, esta incertidumbre, este miedo (con todo y sus reproches) me quedaría en casa y no haría estas cosas.

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